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Julen Arzuaga, David Fernández Parlamentarios por EH Bildu y CUP-Alternativa d'Esquerres

Las mismas preguntas, los mismos silencios, las mismas mentiras

«Tanto en Euskal Herria como en los Països Catalans, la práctica político-policial se sostiene bajo el mismo manto de silencios densos, mentiras copiadas e impunidades idénticas. El objetivo parece ser encubrir 85 gramos de caucho y sus heridas de guerra». Julen Arzuaga y David Fernàndez encabezan así un artículo en el que repasan el daño causado por las balas de goma y la impunidad que envuelve su uso.

No estamos acostumbrados a atender heridas de guerra». Estrella Fernández, oftalmóloga del Hospital Clínic de Barcelona, zanjaba así el debate con clínica precisión. Su comparecencia en Comisión del Parlament evidenciaba la radiografía definitiva de las secuelas irreversibles y la lesividad aleatoria que las balas de goma, caucho de 54 gramos disparado a 720 km/h, producen cuando impactan contra la ciudadanía. En otra comparecencia, esta en el Parlamento vasco, la madre de Iñigo Cabacas, Fina Liceranzu, reforzaba la idea, reclamando «un poco de humanidad». Ambas voces dejaban al rey desnudo, certificando ante unos diputados enmudecidos, hasta entonces tal vez ciegos y sordos, lo ya sabido en la calle y negado durante tantos años en los despachos oficiales.

Este artículo común surge precisamente de observar -en Euskal Herria, en los Països Catalans- un mismo patrón: balas perdidas, secuelas atroces, la mismísima ley del silencio globalizada y, en ambas experiencias, impunidades reencontradas. Y es que, en lo concerniente al uso de balas de goma todo -lo político, lo jurídico, lo policial- remite a un constante despropósito.

La voluntad gubernamental pretende cerrar el debate en falso, certificar la impunidad político-policial y obviar lo obvio sobre una munición tipificada como «less letal», pero cuya menor lesividad desmienten las urgencias de los hospitales vascos y catalanes. Y algún tanatorio. El recuento en el último ciclo social se cifra en dos vidas, decenas de ojos perdidos y centenares de heridos. Iñigo Cabacas, Ester Quintana, Rosa Zarra, Nicola Tanno, Xuban Nafarrate... la insoportable impunidad concreta, a pesar de los experimentados expertos en disparar siempre -en la calle y en lo político- pelotas fuera.

La casuística técnico-policial de las balas de goma, a tenor de todos los casos conocidos, refiere dos prácticas: la diligente y la negligente. La que aplica el protocolo, dispara al suelo y Dios dirá. La que no, dispara a bocajarro y sentencia al momento. En ambos casos, idénticos resultados. Corneas reventadas, vidas segadas e impunidades ciegas. Porque las pelotas de goma no entienden de precisión. No hay técnica, ni habilidad, ni escopetero, ni pitoniso, ni Brigada Móvil de los Mossos o la Ertzaintza que sepa garantizar su destino final, siendo su trayectoria aleatoria siempre potencialmente mortal. Por una cínica perversión de la cultura dominante del miedo, su «eficacia» reside precisamente, hoy, ahí: en su indiscriminación deliberada. Mañana puede ser usted.

Por eso el debate suscitado discurre entre decenas de preguntas acumuladas y algunos mitos elocuentes: eficacia disuasoria, oportunidad congruente, proporcionalidad mesurada, orden público, daño involuntario... argumentos mitificados que decaen a la vista de la clamorosa realidad. Discurso imposible -imposible de asumir- de banalización de la violencia institucional, de premio de la impunidad y de mediocre insensibilidad política ante la «víctima colateral».

Ante esta apuesta por la ruleta rusa legalizada, las estrategias de defensa de las consejerías catalana y vasca discurren por idénticos vericuetos: arrancar negando los hechos -que el daño fuera derivado de la actuación policial, que se empleasen pelotas de goma- para a partir de ahí ir retrocediendo de forma paulatina -fue fortuito, fue un accidente, fue un error...- para dar con el ángulo ciego de las vías muertas que cosifican y posibilitan la impunidad: «fue la acción imprevisible de un escopetero y no sabemos cuál», «la situación de tumulto se tornó impredecible», «como políticos no es nuestra responsabilidad, no teníamos conocimiento»... No sabíamos. Un clásico. Una constante en el ritual planificado que urde la impunidad. No sabíamos. Pero nosotros, sí. Cómo entender y descodificar, sino, la misma omertá corporativa de mossos y ertzainas, el mismo cierre de filas en ambos cuerpos, la misma reluctancia a adoptar medidas disciplinarias, el mismo silencio que caracteriza cada comparecencia judicial, la negativa a dar cuenta en sede política. Sepulturas oficiales que nos niegan incluso el acceso a los protocolos de trabajo de las respectivas Brigadas Móviles apelando -¿les suena?- a la seguridad. La misma escena policial en idéntico teatro judicial. Aquí y allí, más de lo mismo: no sé, no ví, no oí. Sólo cumplía órdenes. Yo no las di. Punto final.

Pero ¿quién es el responsable de los efectos y las amputaciones de las balas de goma? ¿Nadie? ¿Nada? Cabe oponerse frontalmente tanto a la lógica exculpatoria del «cumplimiento de órdenes superiores» como a la tónica política del accidente y el caso aislado. Los agentes no tienen por qué obedecer órdenes que consideren manifiestamente desproporcionadas o ilegales y la obediencia debida ni ampara ni exime. Ni a quién dispara ni a quién lo ordena. En ese debate, incluso el sindicato de mandos de los Mossos d'Esquadra, el SICME, ha sugerido que en caso de negligencia el responsable debiera ser el escopetero; pero que si se cumplían órdenes, órdenes políticas -claro está-, la responsabilidad penal debiera recaer únicamente sobre el mando político. Veremos. La realidad nos escupe que, hoy y todavía, en ambos territorios la reacción de unos y otros es pasarse la pelota, para acabar extraviándola.

Lo cierto es que, más allá del gatillazo policial, cabe constatar abiertamente que son los políticos quienes disparan las pelotas de goma. Quienes lo permiten, quienes lo toleran, quienes redactan y supervisan sus protocolos de empleo, quienes ordenan dispararlas... y quienes deben asumir responsabilidades tanto políticas como penales por sus consecuencias. Más todavía, cuando sus posibles consecuencias son conocidas sobradamente de antemano, algo que supera y supura, ya, la consideración de imprudente para adentrarse en lo doloso y consciente, cuando no deliberado.

Por eso, en las correspondientes comisiones y ponencias parlamentarias confrontaremos un modelo policial represivo y clasista, basado en la punición del libre empleo del espacio público y en inocuizar la libre expresión, previamente catalogada como peligrosa. Un modelo de seguridad pública que, en vez de ser un servicio a la comunidad, es percibido por las élites políticas y económicas como guardia pretoriana contra el ciudadano-enemigo. Un modelo policial desahuciante que blinda el injusto y desigual modelo económico, político y social que lo diseñó y en cuya defensa se brega y que debemos revolucionar ante la imposibilidad de reformar.

Siempre apáticos ante su propia violencia -la que ellos generan, la que ellos mismos minimizan y banalizan-, urge hoy exigir verdad y justicia para Cabacas, Quintana y tantos otros. Objetivo mínimo: reconocimiento, reparación y garantías de no repetición. Aislar las lógicas de la impunidad requiere ya el reclamo mínimo de la prohibición de las balas de goma. Exigir que nunca más haya órdenes políticas que permitan que un agente dispare un proyectil que jamás sabrá contra quién impactará. Desnudar una práctica político-policial que no soporta ni luces ni taquígrafos y que pretende sostenerse -aquí, allí- bajo el mismo manto de silencios densos, mentiras copiadas e impunidades idénticas. Basta de encubrir a 54 gramos de caucho y a sus heridas de guerra. Basta.

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