Fermin Munarriz Periodista
Lechugas
Han pasado días desde la operación contra Herrira y eso permite observar aspectos con cierta distancia. Por ejemplo, la reacción de portavoces peneuvistas, tanto gubernamentales como de partido. La mayor vulneración de derechos políticos y civiles de los últimos años apenas les mereció inicialmente una tibia consideración de «mala noticia» y «paso atrás». Con el paso de los días y el aumento de la indignación y la presión popular, la desaprobación creció en severidad.
Sin embargo, fue común en los pronunciamientos jelkides interpelar a la izquierda abertzale y a ETA, como si fueran responsables de lo ocurrido. Jueces y Guardia Civil se habían llevado por delante a dieciocho ciudadanos vascos y desmantelado una organización legal bajo las directrices del Ejecutivo del PP, pero, para perplejidad de la ciudadanía, parecía que la culpa era de los independentistas por no hacer y decir lo que quiere ver y oír el Gobierno español.
Esta actitud les granjeó duras críticas por su «equidistancia» o «complicidad» con Madrid. Opino que, en realidad, se trata más de una actitud de subordinación. En esa maniobra perversa de sugerir causas y efectos, con sus apelaciones a los independentistas -incluida la de «dar libertad a sus presos»-, el PNV verbalizaba el discurso que el PP no podía hacer público para justificar la operación, y transmitía la idea de que la represión es la correspondencia lógica a la no renuncia de posiciones políticas. Es decir, la represión como chantaje; una constatación de que en Euskal Herria se vulneran los derechos humanos, sí, como método para obtener ventaja política.
En medio de la turbulencia, en un acto ante el TSJPV Iñigo Urkullu ignoró la agresión contra estos ciudadanos y su movimiento y arropó exclusivamente a las víctimas de ETA. Y recurrió a Aristóteles para interpretar que «somos lo que hacemos: nos volvemos justos realizando actos de justicia». Plausible recurso del lehendakari de beber de la sabiduría clásica, que me trajo a la memoria, precisamente, una de las enseñanzas más bellas sobre la servidumbre y la libertad.
Cuenta el historiador Laercio que un día el altivo Platón vio a Diógenes de Sínope limpiando una lechuga. Se acercó a él y le dijo en voz baja: «Si sirvieras a Dionisio [el tirano de Siracusa] no tendrías que lavar lechugas para comer». Diógenes le respondió también con voz queda: «Y si tú lavaras lechugas, no tendrías que servir a Dionisio para comer».