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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006-10-03
Ramón Cotarelo - Escritor y catedrático de la Universidad Complutense
Silencio: Se tortura

Tortura es, según el DRAE, un «grave dolor físico o psicológico, infligido a una persona, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de ella una confesión, o como medio de castigo». A su vez, el Código Penal (art. 174), amplía y refina el concepto, precisando que debe tratarse de «Šautoridad o funcionario público» quien cometa el delito que castiga con penas de dos a seis años de prisión si fuere grave y de uno a tres si no lo fuere, y siempre inhabilitación absoluta de ocho a doce años.

Antaño medíamos el grado de civilización de una sociedad por la actitud que adoptara ante esta odiosa práctica. Cesare Beccaria ganó fama imperecedera en el siglo XVIII con su opúsculo sobre los delitos y las penas, que contiene, entre otras cosas, sendos ataques a la pena de muerte y la tortura. Los argumentos de Beccaria contra el uso del suplicio en el proceso son hoy tan válidos como entonces: que la tortura antepone el castigo a la condena y que perjudica al inocente frente al culpable.

La tortura se ha condenado siempre, aunque de modo intuitivo, no tan filosófico como Beccaria, sino más relacionado con la dignidad misma de las personas. Jacques de Molnay, Gran Maestre de la Orden del Temple, torturado en el siglo XIV, en el proceso que Felipe el Hermoso incoó a la orden para arrebatarle sus riquezas, se desdijo de sus confesiones, sosteniendo que carecían de valor por haber sido arrancadas mediante tortura. Aunque le habían conmutado la pena de muerte por la cadena perpetua, ante su retractación, lo quemaron vivo. Algo parecido sucedió el siglo siguiente con Juana de Arco, quien también negaba validez a las confesiones arrancadas mediante tormento.

Esta idea es pauta de la humanidad civilizada. Pero no por ello se ha dejado de torturar. El Congreso de los EEUU acaba de aprobar una ley que autoriza al presidente a llevar ante unas comisiones militares especiales a las personas que tiene secuestradas en Guantánamo y a cualesquiera otras a las que califique de «enemigos combatientes». Esos acusados carecen de las garantías procesales básicas: no saben de qué se les acusa, no tienen recurso de habeas corpus durante un año y las confesiones que hayan hecho sometidos a tortura (aunque reciba otro nombre) son válidas.

Los legisladores norteamericanos han dado pruebas de escaso temple moral. Cierto que el señor Bush tenía pretensiones más atroces. A raíz del revolcón que le dio el Tribunal Supremo en junio pasado, quería autorización legal para seguir con las comisiones militares y una reformulación unilateral de las convenciones de Ginebra para redefinir la tortura. Los legisladores han rechazado la idea de reinterpretar las convenciones, pero han autorizado dichas comisiones, permiten al presidente ordenar interrogatorios «duros», «alternativos», torturas, lisa y llanamente y han formulado una ley de «punto final» para todos los torturadores anteriores de la CIA.

Así pues, en los Estados Unidos, la ley ampara la tortura. O sea, la ley ampara el delito. No está mal como resultado de la revolución «neoconservadora». Porque tortura son las prácticas que los legisladores admiten de «la bañera», la hipotermia y la privación del sueño, vieja y cruel técnica de suplicio, muy utilizada en el pasado en los estados eclesiásticos.

En España la tortura es un delito, no amparado en ley alguna con interpretaciones hipócritas, como en los EEUU. Pero las autoridades la practican. El procedimiento contra unos policías municipales de Torrevieja es prueba de ello. Siempre que se descubren estos hechos se dice que se trata de casos aislados, de extralimitaciones ocasionales de las fuerzas de seguridad. De los que no se descubren, claro, nadie habla Que sean ocasionales no los hace menos punibles y, por supuesto, tampoco menos reales. Y cuando se conocen, la reacción de los funcionarios policiales, judiciales, de los cargos electos, salvo excepciones, es siempre la misma: encubrir; lo que autoriza a pensar que los casos que no se descubren son muchos más.

Además, está por ver si es tan ocasional como se dice o, según de qué parte del país se trate, incluso una práctica frecuente. Del País Vasco solían llegar noticias de torturas como recurso habitual en los centros de detención, al menos hasta hace pocos años. Sin necesidad de remontarnos a los casos más siniestros de los 90, a comienzos del presente siglo se han dado otros, como el de Unai Romano, un chaval de aspecto ordinario cuando lo detuvieron y que a las 30 horas de incomunicación en el cuartel de la Guardia Civil tenía una pinta muy otra.

Pero la cuestión de la tortura se plantea ahora en relación con la historia de Iñaki de Juana, preso en la cárcel de Algeciras, hospitalizado en esa ciudad, en huelga de hambre desde hace casi 60 días en petición de excarcelación. El señor De Juana cumplió su condena hace un par de años, pero sigue en la cárcel al habérsele incoado otro procedimiento por pertenencia a banda armada a causa de dos artículos publicados en el diario GARA. Visto que el preso no depone su actitud, la Audiencia Nacional ha ordenado que sea alimentado forzosamente. La cuestión es si la alimentación forzosa es una forma de tortura. En principio parece que faltan dos requisitos en la definición: no están infligiéndole grave daño alguno, (al contrario, se le conserva la vida) y no se trata de obtener confesiones ni de castigarlo. Por lo tanto no hay tortura. No obstante, si se recuerda, que el preso está en huelga de hambre «hasta el final» por voluntad propia, por preferir la muerte a la situación que considera de secuestro en una cárcel española, sí parece que se le esté causando un grave daño psicológico que permite hablar de tortura practicada por mandato judicial.

Conclusión: en España aún no se ha legalizado la tortura, como ha pasado vergonzantemente en los EEUU, y pasará en más lugares, dado el proceso que conocemos como «americanización de la política». Pero lo cierto es que la práctica no está radicalmente desterrada, que la actitud de los poderes públicos hacia estos fenómenos es de condescendencia, cuando no de encubrimiento y que, en ciertas circunstancias, se hacen distingos y reservas tan inmorales como los de los EEUU.

Y no cabe olvidar que la tortura degrada a quien la practica, la condona, la tolera o se inhibe frente a ella. -

© “inSurgente.org”


 
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