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Gara > Idatzia > Kultura 2006-12-18
Rafael CASTELLANO | Periodista y escritor, autor de «Cosas (Anecdotario de Euskal Herria)»
«Cuanto más inteligente es una persona, más sutiliza su humor»
Rafael Castellano es un maestro sin escuela, porque no hay quien pueda seguirle la marcha. Es barroco, pero no de los culteranos pelmas, sino de los conceptistas; de ésos capaces de convertir cada frase en un pasillo en el que, a izquierda y derecha, se abren puertas a las más variadas sugerencias. Acaba de reeditar «Cosas», todo un tratado sobre el humor de los vascos basado en trabajo de campo puro y duro, o sea, en anécdotas y sucedidos recopilados por el autor en tabernas y cocinas. Los lectores veteranos tienen en el libro una ocasión para el reencuentro y los más jóvenes, la oportunidad de descubrir a un escritor de culto.

Rafael Castellano es autor de narraciones de ficción y ensayos, de guiones de cómic, cine y televisión, pero, sobre todo, de miles de reportajes, crónicas, artículos y otros géneros periodísticos aún por clasificar o, simplemente, inclasificables, como muchos de aquellos textos que se publicaron en “Egin” bajo el epígrafe “Alajainkoa”. Parte de esos trabajos realizados para periódicos y revistas han terminado adquiriendo forma de libro, como “Tiemble después de haber reído”, “Sutondoan” o “Vascos heréticos”. Entre ellos, tienen una especial significación los agrupados en “Cosas (Anecdotario de Euskal Herria)”, libro que, prologado por Jorge Oteiza, vio la luz en 1976 y se convirtió en todo un best seller. Treinta años después, Basandere lo ha reeditado.

­¿Qué es y cómo surgió «Cosas»?

Es un libro de humor vasco, una colección de anécdotas y sucedidos que recogí de boca de sus protagonistas en tabernas, sociedades, sidrerías y cocinas. Surgió como una cosa de emergencia. El TOP suspendió la publicación de “La Codorniz”, en la que yo colaboraba y de la que obtenía mi sustento, y entonces tuve que hacer algo.

­También posteriormente se ha visto en trances similares, concretamente, cuando Garzón ordenó cerrar «Egin» y, después, «Ardi Beltza».

Así es. El caso es que, entonces, me fui a “La Voz de España” con el carnet de “La Codorniz”, publicación que ahora mitifican pero que entonces tampoco tenía tanta importancia, y me recibieron muy bien. «¿Y qué vas a escribir?», me preguntaron. «Cosas», improvisé. «Perfecto», dijeron. Y en adelante la sección se llamó “Cosas”.

­Y aquellas «Cosas» tuvieron un éxito inesperado.

Fue un gol. Los periódicos de entonces eran anodinos. Estaban llenos de noticias de agencia, rigurosamente revisadas por la censura, además de otras cosas de obligada publicación. En aquel contexto, aquellas columnas reflejaban el humor del populacho; lo mismo daban cuenta de un «jápenin» nocturno con un piano a cuestas que de un hamaiketako a base de tortilla cocinada con mistol. Tuvieron una gran acogida. Cuando murió Txikito del Ferrol, empezamos a publicar cosas más atrevidas, bajo el epígrafe “Parrastadas”.

­Más atrevidas, sí, pero dentro de un orden.

Me impusieron un cierto límite con respecto al sexto y al nono. Las historias relacionadas con esos mandamientos pude publicarlas después en “Berriak” y la sección “Alajainkoa” de “Egin”. Inauguró “Alajainkoa”, lo recuerdo bien, la historia del pajero de Asteasu, aquel que probó a masturbarse con la ordeñadora de las vascas. Esas historias acabaron recopiladas en “Erostismo vasco”. Pero, ya digo, eso fue más tarde.

­«Cosas», el libro, vio la luz en 1976 y fue editado por la entonces Caja de Ahorros Provincial de Gipuzkoa.

Fue un best seller. Recuerdo una presentación multitudinaria en el salón de actos de la calle Garibay.

­Advierte usted de que no es un tratado sobre el humor de los vascos, pero sí que hace muchas consideraciones al respecto con vocación, digamos, ensayística.

Hay una frase en el “Hamlet” de Shakespeare que viene a decir: «Si esto es locura, hay un método en ella». Pues bien, lo que yo constato es que «hay un método» detrás de muchas de las anécdotas que cuento. Una especie de denominador común que me lleva a hacer una serie de consideraciones sobre el humor de los vascos. Por otra parte, el libro es fruto de un trabajo de campo plenamente encuadrable en eso que ahora llaman antropología social.

­Uno de los objetivos confesados del libro es «desmentir la cretinez» de que el vasco carece de sentido del humor.

Es que eso es una tontería, un estereotipo. Por ejemplo, Baroja, de cuya muerte se conmemora el cincuentenario. De él se han reeditado muchas obras, pero no las más cachondas y festivas, como “El horroroso crimen de Peñaranda del Monte”, que es un esperpento de morirse de risa. A Baroja siempre nos lo presentan o lo vemos como un señor amargado, con la boina hundida. Pues no, del mismo modo en que una vez, aunque calvo, como yo, fue joven, también tuvo humor. Pensar que el vasco carece de sentido del humor es como pensar, como hacían algunos fotógrafos, que este país sólo se podía reflejar en blanco y negro. Hasta que llegó Sigfrido Koch y dijo, qué coño, voy a hacer las fotos en color.

­Sentido del humor, sí, y, además, por lo visto, un sentido del humor propio. Jorge Oteiza dice en el prólogo: «El humor norteamericano, por ejemplo, es temporal. El gag. En el vasco, el humor es espacial. Está inmerso, bucea en él, mientras que en otras civilizaciones el sujeto se coloca de espectador del suceso jocoso». Qué consideraba Oteiza humor temporal queda bastante claro cuando pone el ejemplo del gag, pero, por favor, ¿podría expresar de forma menos críptica qué entendía por humor espacial?

No es fácil explicar a Oteiza, bueno, a Oteitza, que entonces había empezado a cambiar de grafía, pero lo intentaré. Muchas de las cosas que cuento fueron imaginadas y tramadas con clandestinidad, premeditación y alevosía. Por una parte, la represión era tal que había que fabricar la risa y, por otra, no se delegaba el humor en nadie, como se puede delegar ahora en el payaso del pueblo o el cómico de la televisión. Así es que, en los pueblos y barrios, la gente se fabricaba su propia risa, como aquel que cultivó pimientos en la Plaza Elíptica de Bilbo para ganar una apuesta o aquellos que soldaron las herraduras de la pobre mula de Luzio a la báscula. Vale, son bromas de pueblo, algunas muy brutas. Hoy serían consideradas sociológicamente impropias y políticamente incorrectas, pero entonces no lo eran. En Deba, por ejemplo, el centro de operaciones era el estanco de un compañero paralítico, Javi. Tenía una silla con cadena, como una bicicleta, y por eso lo llamábamos Bahamontes. ¿Cruel? Sin duda, pero él aceptaba y, eso sí, nunca le faltaba ayuda para salvar con la silla la cuesta que le llevaba a casa.

­Es decir, la broma premeditada, que requiere de la participación de la gente, que no se limita a ser mera espectadora, correspondería al humor espacial, el que Oteitza considera más característico del vasco.

Algo así. El humor espacial correspondería al regocijo que se experimenta con toda la preparación, ese estar todo el año maquinando de qué se va a disfrazar la cuadrilla en carnavales. El gag es otra cosa. En Hollywood, había especialistas que escribían gags para Chaplin o Buster Keaton. Es también una manera de rebajar la tensión en una película. En eso era un maestro Hitchcock. El mismo es el gag. Cuando menos te lo esperas, aparece como figurante en sus películas. Entre nosotros, también ha habido especialistas, como Txomin del Regato, a quien hemos conocido haciendo de casero, pero que tiene registrados en Autores varios cientos de gags que hizo para otros cómicos.

­Usted insiste en el libro en que no es lo mismo un caricato que un humorista. ¿Cuál es la diferencia?

Un caricato es un cómico, un cuentachistes, que, muchas veces, ni siquiera escribe él mismo los guiones. La noche de fin de año, en la tele tendremos caricatos. Un buen humorista, por ejemplo, fue Gila, a quien, por cierto, conocí en “La Codorniz”. Lo fusilaron los franquistas en Chamberí y, tal y como solía decir, lo fusilaron mal. Había que oírle contar aquello. Fue una especie de Woody Allen pero al revés, porque era más famoso en América que aquí. Su humor era más propio de un Broadway que de TVE. Además, era muy buen pintor y un tertuliano inagotable.

­«La coña filosófica es puro instinto defensivo para que el sistema no nos engulla», afirma. ¿El humor no puede ser también un arma ofensiva?

Por partes. Más que un arma defensiva yo creo que el humor es ante todo una terapia. Si no te tomas cualquiera de los percances que te pueden ocurrir en la vida con humor, vas mal. La autocompasión es terrible. ¿El humor, un arma ofensiva? Por supuesto que puede serlo. Chesterton, que era inglés, pero católico, o sea, un raro, era un maestro en eso. También utilizó el humor como arma ofensiva nuestro Francesillo de Zuñiga. No le pasó nada mientras sus bufonadas le hicieron gracia a Carlos V, hasta que se metió con él, o sea, con el propio Carlos V, y aquello terminó costándole la vida.

­¿El humor es, verdaderamente, el séptimo sentido?

Sin duda. Hay gente que carece absolutamente de él y es como si careciese del sentido del olfato o del gusto, o como si estuviera sordo. Yo creo que el humor es la manifestación máxima de la inteligencia. Cuanto más humor tenga una persona, más inteligente será. Lo pueden decir los psicoanalistas; bueno, ésos quizá no lo digan, que son muy suyos. Pero, en general, cuanto más inteligente es una persona, más sutiliza el humor. No lo hace grosero ni pachanguero. A veces, te encuentras con personas a las que les gastas una broma sutil y te retiran el saludo.

­¿A usted le ha sucedido?

Con frecuencia. Lo que no puedes pretender es contentar a todo el mundo. A veces he salido a la calle y me he dado cuenta de que tal persona o tal otra miraban para otro lado. Jo, ¿qué habré escrito hoy?, me he dicho. Pero también he utilizado eso en mi provecho. Viene uno y te pregunta: «¿Quién te ha contado eso que has publicado de mí?». «Fulano», respondes. «Pues ése sí que las ha hecho buenas; te podría contar yo...». Y contaba, y las historias terminan saliendo encadenadas, como las cerezas. Al principio, te amenazaban: «Como me saques...». Y, al final, terminaban exigiendo: «Tienes que escribir de esto y lo otro». Hay que reírse de uno mismo, que es sanísimo. Incluso la gente que está en un pedestal necesita bufones, como Carlos V a Francesillo. O como el Papa, que necesita ponerse un tricornio, hacer una payasada para que se vea que tiene sentido del humor. Otra cosa es que no tengas el don de la oportunidad y termines haciendo el oso.

­Escribió «Cosas» en un tiempo en que la «tornillolatría» campaba por sus respetos en Euskal Herria. Treinta años después, ha sido desplazada por el «efecto Guggenheim». ¿Cree que subsisten personajes como «El Duque», aquel poeta maldito que se negaba a llevar al papel sus versos para evitar que la sintaxis los adulterara, o «Jaungoikoa», alguacil así apodado porque estaba en todas partes?

Muchos de los que yo cito ya han muerto, pero personajes de ese tipo haberlos, haylos. Basta con tener un poco de olfato para localizarlos.

­¿Por qué esta reedición de historias de otra época?

Porque me la venían pidiendo desde hace ya años, incluso algunos de los que en su momento se sintieron ofendidos, aunque ahora disimulen. O sus familiares, porque es un bonito recuerdo. También gente de la propia Kutxa me ha venido, «oye, ¿no tendrás algún ejemplar?, porque el mío lo presté y ya no lo he vuelto a ver». Bueno, pues ya está reeditado. Y ya les digo: no prestéis los libros, que no quiero tener que hacer una tercera edición. -


 
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