Anteayer se vivió en el Congreso de los Diputados de Madrid uno de esos momentos estelares en los que uno siente cierta pena de no ser diputado en el extranjero.

Jaime Ignacio del Burgo ­conocido ya como Jaime Pifia del Burgo en sus propias filas­ protagonizó un espectáculo de esos que pasarán a la historia del disparate. Si alguien ­ya falleció Luis Carandell­ se molestara algún día en recoger los despropósitos más sonados pronunciados en esa cámara, Jaime Pifia ocuparía un lugar de honor. Y es que, queriendo dotar de solemnidad a su discurso del absurdo, sólo consiguió hacer el ridículo.

Pasaré por alto las apelaciones a la ilegalización eterna de la izquierda abertzale, los ruegos para que nadie reconozca la realidad de Euskal Herria e incluso el desesperado llamamiento a que no se conforme ninguno de los órganos de cooperación previstos... en el Amejoramiento del Fuero. Todo ello son minucias ridículas dentro del patetismo que coronó su intervención.

Tengan por seguro que Del Burgo sintió el cosquilleo de los grandes momentos cuando clamó, al término de su turno, «¡Navarra no se rinde!». Estoy convencido de que sintió en sus venas correr la sangre de Agustina de Aragón, Guzmán el Bueno y Moscardó, unidas todas en su cuerpo menudo y ¡menuda cabeza!

El ardor guerrero pudo más que la prudencia y cortesía parlamentarias y no cayó en la cuenta de que su proclama ante las Cortes Españolas tenía más de reclamación nacional de Nafarroa que la que le corresponde como pequeñico émulo del Conde de Lerín, el traidor al servicio de la Corona de Castilla.

«¡Navarra no se rinde!». Cuanta razón alberga el grito de Jaime Pifia sin él saberlo. Y no se rinde porque a los navarros les podrán traicionar, engañar incluso, pero la rendición no consta en sus anales. Nafarroa decidirá, al fin, en libertad. Y cuando pueda levantar su voz sin presión extraña, liberada del yugo de siglos de desculturización y manipulación informativa e histórica, cuando evalúe sus propias posibilidades de futuro y se reconozca en su propio espejo, optará, no lo dudo, por contribuir con toda su energía a la construcción del país de los vascos. De todos los vascos.

Y cuando eso suceda, aunque Del Burgo no se haya dado cuenta, su soflama ­«¡Navarra no se rinde!»­ adquirirá su verdadero sentido. -