Josemari Ripalda - Filósofo
«Progres»
La mentalidad conservadora siempre se ha distinguido por su pesimismo antropológico: el género humano es radicalmente malo; la má- xima aspiración posible, no empeorar las cosas. La mentalidad progre, en cambio, cree en la bondad del hombre, mejor dicho, en la bondad de los progres (en representación, claro está, de la humanidad). Y que los progres sean los buenos cae por su peso, dados los principios que propugnan: libertad, democracia, solidaridad, progreso, diálogo, no violencia... Como los progres saben muy bien cuáles son los contenidos de estos términos, como son sus administradores, como se identifican con ellos, los progres son los buenos.Pero ¿qué pasa si los principios, convirtiéndose en auto-referenciales, sirven para proyectar una imagen unificadora sobre la realidad y son más bien un medio para protegerse de ésta? ¿O si, en vez de ser destilados de la experiencia, se imponen sobre ella? Ahí está la clave de la arrogancia y la insensibilidad del progre. Ahí está también la marca de su voluntad de poder y su justificación. Así, para los progres el nacionalismo es insolidario, rompe la generalidad racional y lleva al nazismo. El progre tipo hispánico no es nacionalista, eso queda para los fachas. Lo que hace el progre hispánico es limitarse a defender el Estado. Sólo que ese Estado que defiende es un Estado nacional... El Estado no tiene por qué atender a reclamaciones que estén por debajo del nivel de su generalidad nacional. Ante esa identidad general no cuentan otras identidades. No es un asunto sólo de política; también la antropología estructural se ha venido dedicando a generar un sistema de oposiciones estáticas entre grupos humanos, o de contraste entre identidades étnicas cerradas, que en realidad toma como modelo ese esquema del estado-nación. Una identidad étnica sería un conjunto diferencial frente a otras identidades de pautas de convivencia y relación social. Ahora bien, ¿qué pasa si, como ha dicho Fredrik Barth, la sociedad es un sistema abierto de desorden?, ¿si es la gente real, día a día, la que no sólo va alterando el sistema estructural de oposiciones, sino que lo híbrida con procesos de integración y complementariedad? La progresía ha mostrado muy poca sensibilidad frente a lo imprevisto e indeducible y lo ha tratado con un desprecio agresivo. También la reivindicación de identidades oprimidas ha seguido en su interior con frecuencia un esquema perverso semejante. Aunque los antropólogos suelen tender a pensar en oposiciones estructurales, es normal que, donde hay contraste y oposición en un aspecto o serie de aspectos, esa oposición no lo abarque todo. Las identidades no son premisas naturales, sino resultados, que además ni son totales ni definitivos. Lo que sí puede ocurrir es que la historia real termine creando, como en Irlanda del Norte, comunidades imbricadas, pero en agudo corte entre ellas. No basta con consignas ilustradas, como «el diálogo», para que se produzcan la comunicación y el acuerdo. Por desgracia el tema de fondo se juega en campos nada teóricos ni éticos, sino de hegemonía económica y cultural del más fuerte. Más aún, se juega sobre el trasfondo de la inviabilidad creciente de los antiguos estados nacionales. Como dice Giddens, ellos han sido desde hace siglos los principales mediadores de la globalización; pero ya no pueden seguir haciendo plausible esa mediación; les faltan recursos, credibilidad y capacidad de representar a sus supuestos sujetos ciudadanos, más aún y esto convierte el Estado español en eslabón débil de la cadena, de respetarlos. El Estado es demasiado débil para resistir a los poderosos y para asumir los intereses de los súbditos. La panoplia de sus estrategias de dominación y represión no ha hecho sino diversificarse en los últimos decenios. Y «la lucha contra el terrorismo» se ha convertido de hecho en una nueva Santa Alianza para la autopreservación estatal. Es el tema del Estado, no el de los nacionalismos, el asunto de fondo, que tampoco «la revolución» ha conseguido afrontar hasta ahora. El Estado no acompaña a la sociedad real, sino planea por encima de ella más bien como una amenaza. Los progres han olvidado hace tiempo el problema implicado en la exigencia por Marx (y no sólo por el anarquismo) de abolir el Estado; más aún, están encantados de ser ellos sus defensores. Es la buena conciencia de los progres lo peor en ellos, lo que hace de ellos cómplices. Porque a veces parece que «bueno» sólo puede ser ahora, contra una famosa frase de Kant, el que no tiene reconocido su derecho a emanciparse. Y aun así las «reglas del juego» hacen casi imposible que al fin nadie sea ni medianamente «bueno». Nunca ha habido otra salida (siempre provisional) que subvertir esas reglas, jugando de otro modo y con otros supuestos. -
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