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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006-05-01
Pablo Antoñana - Escritor
Recuerdos

No sé cómo empezar, ni si he de dar comienzo a pasar a limpio los sentimientos que, como humus en tierra húmeda, florecen a veces para desasosiego. Todavía no sé quién soy, ni a quien pertenezco, no tengo «míos», ni «nuestros», tampoco me hacen falta, no sé siquiera si soy yo mismo, pudiera ser ello una desgracia, pero la soporto pues, siguiendo a Diderot, «la ignorancia afirma o niega ro- tundamente, y la ciencia duda». Recuerdo sin nostalgia y sí como castigo aquellos tiempos que me hicieron, arrojado a este paisillo gobernado por curas, señoritos y militares. Las devociones, los toques de campana convocando a triduos y novenas, bombardeo de fes y dogmas, «Franco, Franco, Franco, arriba España», «por el imperio hacia Dios», Dios asediándome por los cuatro costados, pues había nacido manchado por el pecado original, y yo qué hice, pregunto, para tal castigo. En ese tiempo se me explicaron cosas que apenas entendía, entre ellas sobre la Segunda República. Viví, sin saberlo, cubierto por cuatro o cinco manos de pintura, creencia sobre creencia, sofocando el escondrijo del alma con acopio de miedos y pavores. Esos mismos días se me dio la «versión verdadera» de la Segunda República. Se me dijo, y lo creí, en aquel fervor apasionado de la guerra del 36, la de siempre, como si se pretendiese justificarla, de la quema de conventos, persecución religiosa, expulsión de los jesuitas, «así no se podía vivir», «cogimos del fusil para defender a Dios». Lo creí y, explorador solitario, buscador sin guía, me costaría tiempo y dolor arrancar poco a poco, hasta despellejarme, cuanto se me inoculó. Casi me dejó en campo de nadie, y, para más inri, lo enseñado hasta la repetición tediosa, era por mi bien y la salvación de mi alma, «una verdad, sólo una y la verdadera, manifestada por revelación divina». Y no podía ser cuestionado ni puesto en duda .

Recuerdo lacerado estos días y, a pesar de todo, me mueve y conmueve la celebración con rango de festividad del 14 de abril de 1931, proclamación de la Segunda República, fecha que en adelante incorporaría a mi santoral laico con la convicción de sentirme liberado de un agobio: lo inexplicable de la «gran matanza». Intento comprender, no justificar, aquello que iba a instalarse brutalmente en mi memoria, dejándola herida y sin cura para siempre, me sentí en alguna manera culpable, como con otro «pecado original». Fue un desesperado intento, sin ayuda, solo y por mi cuenta, de desenmarañar hilo a hilo aquellos días borrosos, necesitado de paciencia, mucha , pues únicamente supe lo que quedó como ondarras o poso fangoso nunca limpio del todo. En aquella mi temprana edad se me transmitió una versión viciada, contada por un narrador par- cial, del 14 de abril y de los cinco años que le siguieron, y tampoco me ayudaron mucho las ilustraciones en huecograbado de las revistas que llegaban a casa. Versión oída en la sobremesa, además de en la catequesis de las monjas y, en los sermones de «Santa Misión». No se me dijo que antes de ese 14 de abril se vivían con recelo y sospecha los principios de «igualdad, fraternidad, y libertad», condenados por la Iglesia, que es- cribió libros como “El liberalismo es pecado”, y en los catecismos se leía que «el liberalismo niega la superioridad de la Iglesia sobre el Estado, la subordinación de éste a aquélla, proclaman las famosas libertades de cultos, imprenta, enseñanza, asociación, que se conocen también como principios de 1789», es decir de la Revolución Francesa. En este espíritu bebían, con más o menos adhesión las clases dirigentes. Y quienes conducían mi alma por los caminos de la salvación.

Se me ocultó que con la República, la vieja reivindicación soñada y predicada casi en clandestinidad, salía gozosa a la calle, redimida del miedo y la represión, esperada desde siglos. Como puede comprenderse no fui, como Haro Tecglen, te recuerdo, «niño republicano», y los recuerdos de esa corta etapa son reducidos y recogidos como breves fogonazos: el rostro de Alcalá Zamora, con bigotito, su cha- queta ceñida por banderola, junto al cromo iluminado de «la Niña», representación de la República como matrona con gorro frigio, hombros desnudos, corona de castillos, banderola en su mano. Hay una manifestación pidiendo no sé qué, si el amor libre o el culto y clero, un mitin, un Viernes Santo sin procesión, un carnaval con un jinete a caballo, disfrazado el rostro con antifaz de «conde de Montecristo». Y luego la explosión ruidosa, cruenta y repugnante del 36, de la que aún no estoy purgado. Hoy a la Segunda República se la recuerda, con mala intención, por el desastre de los últimos días, arrimando el ascua a su sardina, y se apuntan con el dedo a la busca de cómo, desde cuándo, se puso la mecha y la dinamita, y el detonante y quién le prendió fuego. Libros y libros, a cientos o miles, como en ninguna otra ocasión, salieron a la luz y explican lo que ocurrió. En ellos los vencedores dan su versión, los vencidos, después de cuarenta años de silencio obligado, la suya.

Sabemos que mientras mandó el general, como justificando su cruelísima barbarie, se ensució con ultraje y calumnia a la Segunda República, a sabiendas de que se mentía. Hasta se pervirtió el idioma. A los ganadores de las elecciones de febrero, fieles a la legalidad, se les condenó a muerte por «auxilio a la rebelión», a los que de verdad se habían alzado, masacrado, y proclamado: «desde este día queda abolido el quinto mandamiento» (sic, se lo oyó a un cura en la plaza del Castillo) les llamaron «mártires», «cruzados». Nadie se atrevió a decir, en los cuarenta años que nos mandó el general, que el tiempo republicano fue fecundo. Se pasó de la democracia tutelada de Primo de Rivera a la más real, menos formal, de la Segunda República, y haré aquí un repaso sucinto de sus luces La educación pública, la Universidad recibió la mayor atención que jamás tuvo, se construyeron más de diez mil escuelas de nueva planta, la sanidad mejorada. Se empren- dieron obras hidráulicas como nunca antes, por primera vez en la historia de España pudo votar la mujer, se estableció el divorcio, y la separación del Estado de la Iglesia, se proyectó la «ley de reforma agraria» y la reconversión de los grandes latifundios de los Grandes de España. No se olvide el intento, casi federalista, con los Estatutos regionales y las mejoras introducidas en el sistema carcelario. Esta obra, escondida intencionadamente durante «cuarenta años de paz», supuso el primer régimen democrático que tuvo España, y que, como patética ironía, ha sido hoy copiado y defendido, no sabemos si con sinceridad, digo que no, por los «nosotros los demócratas». No ha regresado, con el ímpetu y frescura que tuvo, la «Institución Libre de Enseñanza», vivero y refugio de educadores, políticos, filósofos, músicos, configurando el rico tejido de una «edad de plata», «la generación del 27», que dispersa, derrotada a punta de pistola en las tapias de los cementerios, o arrojada al destierro, del que pocos iban a volver. A sangre y fuego fue abatido el hermoso sueño que durante tantos años fue germinando en el corazón de los hombres de buena voluntad. Se raspó su recuerdo con obsesiva saña y fusilamientos, que además de los de la guerra del 36, siguieron en la Segunda Mundial, que supuso un tiempo en que se cerraron a cal y cano puertas y ventanas, así las democracias occidentales no podrían conocer la farsa de los juicios sumarísimos, y oír los estampidos de los disparos las noches de fusilamiento.

Cinco años duró el proceso hacia la democracia, después de muchos intentos frustrados por motines, pronunciamientos militares, almas y cuerpos secuestrados por la Iglesia oficial, caciques, terratenientes y banqueros. Este también lo dinamitaron los mismos. Me pregunto con la misma duda que me sirve de fe: ¿será ésta de hoy la democracia que se soñó el 14 de abril de 1931, o su parecido es superficial?. ¿O estamos todavía empeñados en la misma lucha fraticida, la de «una de las dos Españas te helará el corazón», las dos Españas que no se encuentran, la guerra civil de siglos que no acaba? Digo si podrá corregirse el camino o es cosa de almas contaminadas ya desde siempre y que no tienen cura. -


 
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