Las más madrugadoras brisas de la primavera comenzaban ya a silbar su providencial canto de regeneración. Aún perduraba el resplandor de algunas nieves en lo alto y probablemente algunos ramalazos virulentos del invierno todavía agotarían los ánimos; pero las gentes se apresuraban a abrir de par en par sus sonrisas proclamando a los cuatro vientos que la nueva primavera había llegado. Deseaban la primavera.
Se derramaba alegría por el invierno que se estimaba superado, por el nuevo tiempo que se aventuraba primoroso. Se desbor- daba orgullo por haber sido capaces de triunfar sobre las fuerzas del frío y la noche, sobre las alimañas que acechaban en las sombras, la voces que, insaciables y cobardes, pedían que se dejara abandonada la casa del padre, que se renunciara al solar de los antepasados.
Amanecía, y la paralela del sol acariciaba la tierra con cariño. Amorosamente. La luz del alba tamizada por la neblina recortaba la silueta del árbol contra la fachada del caserío. El peso de las nieves parecía haber sometido el vigoroso porte del árbol que durante todo el crudo invierno protegió la casa de las inclemencias atmosféricas. Pero llegaba la primavera y el árbol comenzaba nuevamente a desplegar, pletórico de energía y vida, toda su envergadura; dignidad y orgullo por haber protegido la casa del padre. Pureza. Primavera.
La leyenda japonesa habla del sauce como metáfora de la lucha que siempre mantiene la dignidad y la pureza por encima de las apariencias y las circunstancias; en ocasiones puede parecer sometido por la violencia de los elementos, pero es capaz de adaptarse a las contrariedades desarrollando la facultad de transformar las energías adversas en potencial de regeneración.
El frío invierno y el peso de la nieve, los vientos cortantes, los temporales parece que sometieron el orgulloso volumen del sauce. El árbol se adapta, deja doblar sus ramas. Los necios anuncian la derrota: el sauce está vencido, se ha rendido, su dignidad se ha humillado; ha triunfado la oscuridad y el invierno. Quizás de sus restos se pueda hacer al fin algo provechoso.
Pero llega la primavera y suavemente, sin teatralidad alguna, comienza a mostrar nuevamente su genuino porte alzándose más hermoso y pleno de lo que fuera. No lo había derrotado el invierno. No había perdido ni un ápice de su dignidad. Una vez más la primavera sorprendía ladrando a los necios, a los perros de la noche.
El sauce es metáfora de resistencia dinámica y armonía. Regeneración. No claudica ante los rigores del invierno aunque la nieve parezca doblegar la dignidad de su porte, pues en su tiempo llega la primavera, que siempre acaba llegando, y entonces se levanta en plenitud de esplendor con la pureza que mantuvo en su savia. El invierno no lo ha vencido, aunque así lo proclamaran miserables y felones cuando más cruel era el frío y los lobos cantaban que lo habían humillado.
No está catalogada la especie, si acaso existiera, pero hace casi cincuenta años fue plantado en tierra vasca junto a la casa del padre un retoño de roble-sauce. Durante este último crudo invierno de medio siglo el árbol ha mantenido sus raíces injertadas en lo más íntimo de la Madre Tierra mientras protegía la casa del padre, para que siguiera en pie a salvo de vientos, de lobos y mercaderes. Varias generaciones le han nutrido y fortalecido e incluso bajo él se han cobijado quienes lo insultaban, aquéllos que decían que estorbaba.
Gracias a quienes renunciaran a la calidez del hogar y entregaran su compromiso, el roble-sauce, que pertenece a todos como la propia naturaleza, pudo resistir los embates del invierno, la oscuridad húmeda y fría de la larga noche sin luna, las plagas criminales, las dentelladas de los lobos pretendiendo mermar su fortaleza.
Casi medio siglo desde que fue plantado, y en todo ese tiempo cientos de veces dado por seco y podrido. Incontables ocasiones en las que alguien proclamó que ni ajada ni humillada su madera serviría para nada. Pero el roble-sauce ha superado el invierno y a sus abyectos profetas; y al atisbarse las luces de una nueva primavera, realza su verdadera estatura con el orgullo y la dignidad de quien contra toda inclemencia, contra toda crudeza, cumplió impecablemente con su deber. Honor.
El roble-sauce es un tipo de árbol humilde que no reclama excelencia alguna, porque a quien todo ofrece sin pedir nada a cambio le es suficiente con el íntimo honor del deber cumplido. Que la casa del padre haya superado intacta otro cruel invierno es ya suficiente recompensa y satisfacción para el roble-sauce, que será feliz enraizado en una Amalur milenaria que se proyecta al futuro en libertad y paz.
Parece que se despereza la primavera y habrá que poner hermosa la casa del padre para que vuelva a ser el corazón del solar venturoso de los nuevos tiempos. Tarea de todos es repararla y embellecerla. Deber de todos protegerla para que no vuelva a haber nunca más otro crudo invierno que la amenace y su roble-sauce sea ya no más que residencia de aves libres, sombra acogedora, brazo de columpio, espacio de juego para niños y niñas que jamás permitirán la llegada de otro invierno porque aprendieron del que hubo y valorarán la importancia de defender la casa del padre desde cada esfuerzo, desde cada sonrisa, desde el propio trabajo, desde el compromiso común por un futuro en eterna primavera.
A las primeras luces de la aurora la silueta del roble-sauce se recorta contra la fachada de la casa del padre. Su imponente volumen proyecta perfiles áureos por los rayos del amanecer. Casi medio siglo defendiendo la casa del padre. Honor. La propia primavera, sembrada, germinada y florecida gracias a todos será la que abra un tiempo nuevo; la recompensa. -