A consecuencia de un temprano desembarco en Sudamérica, en algún momento de la segunda década del siglo XIX, la identidad vasca en mi familia no superaba la idea de poseer un apellido de origen vasco-francés. Ese segundo término, el de francés, de pequeño, me hacía sentir poseedor de un plus sobre el imaginario de la rusticidad vasca. Debieron pasar varios años para poder reconocer los efectos de los condicionamientos socio-culturales en tal comportamiento. Para entonces, descubriría en el escritor argentino Jorge Luis Borges cierta resistencia a sus orígenes, al argumentar que: «los vascos nos hemos pasado la vida ordeñando vacas». Y más tarde, encontrar que en su libro de 1863, “Utilitarinism, liberty and representative government”, John Stuart Mill afirmaba que para un vasco nada podía ser más beneficioso que pertenecer a la nacionalidad francesa, compartiendo sus privilegios antes que ensimismarse en sus propios peñascos, «reliquia semisalvaje de tiempos pasados, ...sin participación ni interés en el movimiento general del mundo».
Así, pude comenzar a entender cómo la cultura oficial francesa, con toda su simbología de Estado, se impuso de modo sistemático en aquellos territorios, que como los de Iparralde, mantuvieron a duras penas una resistencia desde los márgenes políticos, geográficos y domésticos. De ello, algo nos cuenta Joseba Sarrionandia en “A la búsqueda del País Vasco”.
En distintas ocasiones, los embates contra la identidad nacional vasca se han apoyado en los valores del humanismo iluminista, en lo que hace referencia a la unidad del género humano su carácter universal y la necesidad de un contrato social que asiente un orden democrático a la pluralidad de intereses existentes. Pero ese argumento no deja de ser en cierta forma engañoso, ya que frecuentemente lo que se ha buscado fue defender la continuidad en el tiempo de un Estado-nación concreto que, además, a la hora de debatir en los ámbitos supranacionales caso Unión Europea ha sabido defender fervientemente su particular soberanía cultural, económica y política. El universalismo ilustrado significó expandir, en forma nada persuasiva, los nuevos valores de una revolución impulsada por una burguesía emergente en términos políticos, valores que como bien sabemos no comprendían a gran parte del mundo «incivilizado».
Jacques Derrida ha afirmado que «...lo que se defiende bajo la bandera de la universalidad laica y republicana también es una constelación comunitaria: la república francesa, la ciudadanía francesa, la lengua francesa, la unidad indivisible de un territorio nacional, en suma, un conjunto de rasgos culturales ligados a la historia de un Estado-nación, encarnado en él, en su tradición, y en una parte dominante de su historia... El que protesta contra el comunitarismo democrático en nombre de la universalidad republicana también es, casi siempre, la comunidad más fuerte, o bien aquella que aún se cree la más fuerte, y tal vez pretende continuar en ese camino, resistiendo las amenazas provenientes de comunidades diversas y todavía minoritarias...». Así, bien podemos concluir que quienes afirman que el hecho socio-político vasco no es más que un invento, pretenden desconocer que el ser francés, o ser español, también es una construcción histórica e imaginada.
Los procesos de identidad son un fenómeno netamente social, una construcción del hombre en sociedad, y también una forma de socialización mediada por lazos culturales y territoriales. Los procesos identitarios deben ser entendidos en contextos precisos y percibidos como acciones políticas, ya que los límites de un grupo son construidos por sus propios miembros a partir de una distancia social y simbólica, como así también desde una interacción social permanente con «otros»; y que por estar insertos en el terreno de las relaciones sociales están sujetos a tensiones, a cambios y a las relaciones de poder desarrolladas en el terreno en que operan estos procesos.
En definitiva, lo que pretenden aquellos grupos que luchan por preservar su identidad es mantener la capacidad social de decisión sobre los que consideran sus elementos culturales.
La III Encuesta Sociolingüística de Euskal Herria, del año 2003 señalaba para Iparralde la grave situación en la que se encuentra la situación del euskara. De los nacidos entre 1966 y 1985, el porcentaje de personas que utilizan la lengua vasca no alcanza el 5%. Los datos señalan que el 64,2% de la población declara hablar sólo francés. El 25,7% es bilingüe y el 11,9% entiende euskara pero no lo usa. No obstante, poco tiempo atrás GARA nos informaba que en los últimos quince años el porcentaje de alumnos que se educan en idioma vasco creció del 15 al 21%, cifras superiores a las de otras regiones que intentan las mismas políticas con sus idiomas locales, como Alsacia (7%) o Bretaña (4%).
Si tenemos presente que la lengua es la construcción cultural de mayor peso simbólico, que históricamente le ha dado a los grupos humanos las herramientas para construir una específica identidad social, no resultó extraño enterarnos, en noviembre de 2002, que la Asamblea Nacional francesa rechazaba modificar el artículo 1º de la Constitución, negando el reconocimiento oficial del euskara, así como de otras lenguas, al considerar que ello supondría un riesgo de «división de la República», según palabras del ministro de Justicia, Dominique Perben. Anteriormente, un grupo de electos vascos reclamaron al ministro de Interior, Nicolás Sarkozy, el reconocimiento oficial de los territorios vascos y del euskara, situación que llevó al dirigente del Partido Socialista, Frantxua Maitia, a preguntar «si la Constitución francesa sólo es intocable en lo que respecta a las demandas de los vascos».
La dinámica política, social y cultural instrumentada por quienes en Iparralde se resisten a ver pasivamente languidecer una identidad con profundas raíces históricas, sumado al actual escenario de pacificación, sin duda han impac- tado en las autoridades francesas. Las declaraciones de la ministra de Defensa, Michele Alliot-Marie, cuando aseguró recientemente que «todos los asuntos podrán ser abordados» en un escenario sin violencia van en este sentido, más allá de los comportamientos que existan en el futuro inmediato. De todas maneras, allí está la iniciativa de Batera que inevitablemente forzará a los actores políticos a asumir definiciones.
A diferencia del Estado español, Francia, en su momento, logró consolidar, con distintas dosis de autoritarismo y seducción una «cultura nacional» que se consideró hermana de la razón y el progreso. Construyó una identidad nacional hegemónica. Un Estado fuerte de carácter unitario y una única lengua fueron impuestos por una revolución liberal-radical, basada en el espíritu humanista del iluminismo, que denostó a los regionalismos por su supuesto carácter localista y reaccionario. No obstante, el vasquismo en Iparralde, con mayor o menor fuerza, supo avanzar a partir de la segunda mitad del siglo XX en sus reclamos de reconocimiento, a través de un proceso de resignificación identitaria que fundió el pasado con el presente.
Dentro de ese gran laboratorio del siglo XXI que es la Unión Europea, nos encontramos con colectivos nacionales que no se sienten cabalmente representados por las burocracias de los respectivos gobiernos centrales; de allí que algunos de sus actores políticos se encuentren en una etapa de reelaboración de estrategias con el fin de forzar su presencia en este nuevo escenario. Desde el campo abertzale comienzan a surgir elaboraciones filosófico-políticas que dan a sus reclamos un carácter más cívico que los planteamientos romántico-conservadores basados en la etnia, la sangre y la tradición cultural de los antepasados. Conceptos como soberanismo, autodeterminación, independentismo cívico y desobediencia civil comienzan a ofrecerse en un debate que trata de superar los juegos de poder y el uso de la fuerza, tangible o simbólica.
La resolución del conflicto en Euskal Herria está abierta. El curso que asuma dependerá de la voluntad de sus actores. Es por ello que se hace necesario que el Estado francés asuma la necesaria construcción de un nuevo consenso democrático permitiendo aceptar la existencia de un reclamo social que requiere ser encauzado por la vía de la participación y ya no del tutelaje. Consenso que también debe alcanzarse al interior del campo abertzale, para favorecer procesos de unidad en la acción.
El escritor argentino Leopoldo Marechal sustentaba que de todo laberinto se sale por arriba. Será cuestión de construir los canales de diálogo que permitan saltar hacia nuevos y más democráticos caminos. -