Lamentablemente, lo que se inició con un cuadro clínico extrañísimo hace 25 años ha funcionado como una profecía que se autocumple. Se dijo que podía ser una crisis de salud pública a escala mundial. Y lo ha sido.Tras estos 25 años la evolución de los tratamientos antirretrovirales ha conseguido grandes éxitos; ha permitido a muchas personas seropositivas llevar una vida de relativa normalidad, al menos en los países ricos.
Desgraciadamente, no hemos logrado un verdadero compromiso para que estos tratamientos lleguen a todas las personas que los necesitan, la mayoría en países en vías de desarrollo; por otra parte, asistimos a una banalización de la enfermedad, y se ha creado una inexacta apreciación de la enfermedad como crónica y controlable, y que nos ha conducido a un mantenimiento de la cifra de nuevas infecciones.
También la prevención ha logrado altas cotas de sofisticación. El abordaje de las prácticas sexuales alejado de cualquier valoración moral y la visión de la drogadicción sin prejuicios han posibilitado una reducción de los contagios, todo ello a pesar de las trabas que desde diferentes poderes fácticos, como la Iglesia Católica, han puesto.
No se puede olvidar la situación de la mujer que padece un ensañamiento mayor debido a las desigualdades de género. Todavía son contempladas desde una perspectiva que las sitúa simplemente como un vector de transmisión: putas, madres, promiscuas...
A los 25 años la visión de la pandemia, por realista, no puede ser más pesimista. Más de 40 millones de personas infectadas y 30 millones muertas. y tres millones mueren anualmente. En el Estado español mueren anu- almente más de 2.000 personas y 3.000 se infectan.
El sida se ha extendido por todo el planeta encarnándose en los sectores menos favorecidos. El sida y la pobreza son las causas de que ningún país africano logre los Objetivos de Desarrollo del Milenio. En estos países la pandemia se ha cebado sobre todo en mujeres y en la infancia: dos millones y medio de criaturas han fallecido, solamente el año pasado medio millón y no parece que vayan a menguar esas cifras.
Los países ricos, el nuestro entre ellos, incumplen sus promesas de incrementar los fondos del Fondo Mundial de lucha contra el sida, la tuberculosis y la malaria. Promesas que salen en grandes titulares, pero no se registran cuando se denuncia su incumplimiento. Los países pobres se ven como zonas a expoliar.
No ayudan a paliar estos efectos devastadores los laboratorios farmacéuticos que con su negativa a ceder las patentes se convierten en amos y señores de la vida de un montón de gente que, por haber nacido en una parte del planeta, no tiene derecho a la más elemental necesidad: la salud. La lucha por una vacuna, que choca con la competitividad de la industria farmacéutica, es también algo que nos escupe a la cara la miseria de un sistema de investigación cuyo fin último es el dinero.
Las administraciones de muchos países han delegado la prevención en ONGs. Para esta pandemia que es el sida sólo quedan unas migajas y que, hoy por hoy, con el voluntarismo y la imaginación están consiguiendo tímidamente su objetivo: parar las transmisiones.
Desde el activismo anti VIH-SIDA seguiremos luchando contra la injusticia, denunciando las marginaciones, e intentando mitigar el sufrimiento. Recordamos las palabras de uno de los primeros activistas en la lucha contra el sida fallecido en 1999: «Recordad que un día la crisis del sida terminará (...) y habrá gente viva que oirá que una vez existió una terrible enfermedad, y que un grupo de personas valientes se levantaron, lucharon y en algunos casos murieron para que otros y otras pudieran vivir y ser libres».-