Las dos mesas: Un primer balance
Pasados dos meses desde el 22 de marzo, es hora de hacer
un balance provisional sobre la situación y expectativas de las dos mesas, la
mesa de negociación política y la mesa ETA-Estados, sobre cuya formación parecía
haber un consenso entre los tres vértices del triángulo, la izquierda abertzale,
el socialismo al poder en el Estado español, y el nacionalismo vasco
institucional.
El hilo conductor desde el cual examinarlas es de momento
el proyecto del equipo Zapatero. Dos constataciones se imponen antes de exponer
sus potencialidades y limitaciones: el proyecto no es compartido,
significativamente, por grandes sectores de su base social ni por los medios de
su entorno, como “El País”; en lo que respecta a los vascos, el que haya que
referirse a él muestra que la pelota no se encuentra en nuestro tejado, lo que
debiera ser una primera señal de alarma. Se ha dicho que la ideología de este
equipo es la republicanista. Sin meterme en disquisiciones académicas, el
republicanismo tiene una concepción de la libertad que va más allá de la
puramente negativa del liberalismo: libertad como autogobierno, como ausencia de
tiranía y dominación, entendida ésta como interferencia arbitraria sobre las
elecciones de los otros. Ello interrumpe la construcción de la nación española
basada en la oposición al enemigo interior, concretamente el nacionalismo vasco
«violento» y «no violento», figura incansablemente propagada por responsables
políticos y medios, cuya hostilidad a la misma ha sido el cemento de la
solidaridad nacional española desde la transición. Esta concepción, que la era
Aznar llevó a sus últimas consecuencias, pero que empezó a funcionar en los años
80, en tiempos del socialismo de Felipe González, convertía a la lucha armada
vasca en un elemento funcional para el nacionalismo de Estado.
El republicanismo del equipo gobernante ha cambiado
radicalmente esta lógica. Ahora, la continuación de ETA es todo a perder; ello
explica que el Gobierno Zapatero haya hecho de este tema el eje de su gestión, y
que esté dispuesto a apostar fuerte para resolverlo. Lo que se traduce, como en
todos los procesos reales de paz del mundo, en reparación de las víctimas (las
de todas las partes, no las de una sola), relegalizaciones de organismos y
partidos, una política policial bajo el imperio de los derechos humanos con
erradicación de la tortura, y medidas penitenciarias en la perspectiva de la
excarcelación de los presos. Pero la derechona mantiene los esquemas anteriores,
parapetada en sus bastiones judicial, policial, militar, eclesiástico y
patronal; y por otra parte, la inercia de un cuarto de siglo de construcción de
la imagen del enemigo interior sigue lastrando a la base y a grandes sectores
del partido socialista, receptivos a un discurso que insiste en el
«mantenimiento del Estado de derecho» y en «no pagar un precio político por la
paz».
Además, el objetivo del Gobierno Zapatero es obviamente,
como el de todos los partidos, conquistar y mantenerse en el poder. Piensa, y
con razón, que para implementar la primera mesa el tiempo trabaja a su favor,
pues la ausencia de atentados de ETA convierte cada vez más en fantasmagóricos
los argumentos de la derechona; pero el alcance y ritmo de la mesa vienen
marcados por la porosidad que muestre hacia esos argumentos su propio
electorado, y por el riesgo de que cambios bruscos le hagan perder apoyo. Ello
genera un primer elemento de distorsión: pues el ritmo de esta mesa no queda
sujeto a la lógica y las necesidades del proceso vasco, sino a un factor externo
cual es la velocidad del cambio de la cultura política española. Lo que nos
lleva a una primera conclusión: a fin de contrarrestar la presión hostil
ejercida contra un objetivo común, los vascos debemos utilizar nuestros propios
elementos de presión: véase, una movilización masiva, mantenida y estrictamente
democrática.
Los objetivos del equipo Zapatero cambian sin embargo
respecto a la segunda mesa, la mesa política. Desde una perspectiva vasca, no
nos encon- tramos aquí con unos objetivos compartidos sobre cuyo ritmo y alcance
se discrepa, sino con proyectos distintos. Lo explicaré volviendo al
republicanismo. Existe una crí- tica del mismo desde planteamientos teóricos
comunitaristas, que denuncia su defensa de un Estado monocorde protector de un
único contexto cultural, el de la cultura del grupo nacionalmente mayoritario:
en este caso, el español. Ello se traduce en la defensa de un federalismo
simétrico, y en unas relaciones del centro con las partes basadas en el
principio de la multilateralidad homogénea, y no en el de la bilateralidad
heterogénea. Lo cual es antagónico con el derecho a decidir de la ciudadanía
vasca reivindicado por la mayoría de sus agentes.
El proyecto político socialista en que se concreta esta
concepción fue expuesto en agosto de 2003 en el plan de Santillana del Mar sobre
la Reforma del Estado de las Autonomías: aumento de las competencias autonómicas
con una mayor orientación progresista, pero dentro de unas pautas
multilaterales, esto es, uniformes para todas ellas; y establecimiento de un
doble filtro, el interno de la exigencia unilateral de mayorías
cualificadas en el Parlamento autonómico en cuestión; y el externo
implícito de la exclusión de la «inconstitucionalidad», a ser
apreciada en las Cortes por los partidos de Estado. La aplicación más reciente
de esta lógica se ha dado en Cataluña: ruptura y sustitución del consenso casi
unánime conseguido en el Parlament por una práctica bien conocida por la
patronal, la del acuerdo con el interlocutor más barato cuando hay varios
sindicatos en la negociación. La oposición socialista al Plan Ibarretxe, el
cual, pese a sus limitaciones (la primera, su marco territorial reducido a la
CAV), defendía el derecho a decidir, se complementa con el deseo de que emerja
en el seno del nacionalismo vasco institucional un polo dispuesto a repetir el
experimento catalán (lo que en nuestro caso tendría el antecedente del Pacto de
Ajuria Enea). Ello explicaría los vaivenes de las declaraciones socialistas,
algunas muy positivas y otras mucho menos, así como la no derogación de la Ley
de Partidos: se trataría de maniobras de dilación ante una mesa política cuya
necesidad no se niega, pero a la que se quiere reconducir por una vía
conservadora a nivel territorial y distinta a la del derecho a decidir de la
ciudadanía vasca.
El diseño de la mesa política es urgente, y no puede
quedar al arbitrio de lo que decida el socialismo de Estado. A vuela-pluma, los
dos ejes sobre los que debería descansar son la transversalidad y la
territorialidad compleja. Transversalidad, pues el acuerdo debe incluir a
nacionalistas vascos y a no nacionalistas vascos: es necesaria la presencia del
socialismo vasco desde las primeras fases del acuerdo. Esto no se comprendió (no
lo comprendimos) en Lizarra-Garazi, cuyos planteamientos son sin embargo
íntegramente recuperables. La territorialidad compleja se despliega por su parte
en dos niveles: el nivel global de un acuerdo de «pueblo» entre todos los
partidos, agentes, sindicatos, en el conjunto de Euskal Herria, respecto a unas
bases mínimas que definan unas reglas de juego consensuadas por todos; y el
nivel específico de su articulación en cada uno de los territorios, teniendo en
cuenta las sensibilidades y relaciones de fuerza existentes en cada uno de
ellos. Pero esto no se conseguirá sin la emergencia de un tercer elemento de
ámbito más reducido: la consolidación de un polo soberanista surgido del acuerdo
de fondo entre cuantos defendemos el derecho a decidir (lo que incluye a la
totalidad de las fuerzas nacionalistas vascas), que haga de antídoto contra la
tentación de un Ajuria Enea bis. -
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