Carlos Ugarte - Coordinador de los proyectos de inmigración de Médicos Sin Fronteras
De la patera al olvido
El drama de la inmigración subsahariana se mantiene también dentro de las fronteras del Estado español. Lejos de los focos de atención con que los medios de comunicación cubren su traumática llegada a bordo de pateras, o dejándose literalmente la piel a ambos lados de las verjas de Ceuta y Melilla, acaban sufriendo en el anonimato las consecuencias de unas políticas restrictivas, que les condenan a la marginalidad y al abandono. Desde julio de 2002 el Ministerio del Interior español traslada a la península a los inmigrantes originarios de diversos países, especialmente del Africa subsahariana (ISS) que consiguen atravesar la frontera sur del Estado. Ceuta, Melilla y el archipiélago de las Canarias son espacios geográficos limitados y, ante la saturación de sus centros de retención de inmigrantes, se habilitan vuelos al interior de la península para distribuirlos entre las diferentes Comunidades Autónomas. Las leyes estatales establecen que los inmigrantes detenidos en nuestras fronteras, tras pasar cuarenta días en un centro sin que pueda procederse a su expulsión, deben ser puestos en libertad. Desde mediados del año 2002 más de 30.000 personas han corrido esa suerte. De todos ellos, y dado que en la actualidad sólo tres de cada diez ISS llegados al Estado español en esas circunstancias pueden ser repatriados, la pregunta es evidente: ¿qué ocurre con el resto? La realidad nos demuestra que la dificultad para identificar su nacionalidad, unida a la falta de convenios de readmisión entre el Gobierno español y los de sus respectivos países de origen, recibe en la práctica un tratamiento legal de castigo por parte de las autoridades españolas. Este castigo se manifiesta en una orden de expulsión de imposible cumplimiento, que impide la entrada en territorio estatal por periodos normalmente de cinco años a personas que ya están aquí. Esta absurda situación, denunciada entre otros por el comisario europeo de Derechos Humanos en su informe anual (2005) sobre España, impide a los inmigrantes subsaharianos víctimas de esta medida regularizar su situación y, en consecuencia, trabajar y vivir de un modo autónomo. Sin documentación y sin recursos no pueden empadronarse, requisito imprescindible para acceder a la tarjeta sanitaria (TSI). Sus precarias condiciones de vida repercuten directamente en su salud, y la carencia de la tarjeta sanitaria les impide recibir el adecuado tratamiento cuando caen enfermos. Desde el año 2000 Médicos Sin Fronteras ha venido desarrollando proyectos de asistencia médico-humanitaria a la población inmigrante en puntos estratégicos como Tarifa, Ceuta o Fuerteventura. La violencia intolerable que padecen en las fronteras o las dramáticas condiciones de un viaje que con demasiada frecuencia termina en tragedia nos ha llevado por simple responsabilidad a intervenir. Sin embargo, nuestro apoyo no ha querido concluir aquí. Conscientes de que los problemas continuaban para quienes no veían sus expectativas frustradas contra una valla o sumergidas sin remedio en el mar, Médicos Sin Fronteras puso en marcha un proyecto centrado en Madrid, interesado en dar continuidad a nuestra asistencia y en dimensionar la magnitud de un problema que desde un punto de vista humanitario exige una respuesta inmediata de las autoridades responsables. Las cifras recogidas por Médicos Sin Fronteras en el informe final del proyecto Madrid (nov. 2004/dic. 2005) demuestran que un 65% de la población atendida (inmigrante indocumentada procedente del continente africano) carecía de la tarjeta sanitaria. Esta carencia se debía fundamentalmente a la falta de autorización para empadronarse por ausencia de alojamiento y/o ausencia de documento de identidad. Es fácil presumir que un inmigrante indocumentado sobre el que además pesa una orden de expulsión que le impide trabajar legalmente carezca de recursos para poder acreditar el uso y disfrute de una vivienda y, consecuentemente, cumplir los requisitos que le permitan recibir asistencia médica adecuada. En esta kafkiana situación se encon- traba un 38% de los inmigrantes enfermos atendidos por el proyecto. Es obligado mencionar que, si bien la Ley de Extranjería del Estado español prevé en su artículo 12 el acceso a tratamiento a los inmigrantes indocumentados, vía urgencias, hasta su alta médica, la experiencia nos demuestra que en la práctica la asistencia se mantiene hasta el alta hospitalaria, desde donde son referidos a su médico de cabecera para continuar con el tratamiento. Por ello, aquellos que no disponen de tarjeta sanitaria presentan enormes dificultades para completar el mismo, al no tener acceso ni a la atención primaria, ni a la especializada, ni a los medicamentos precisos. Esta situación provoca frecuentes abandonos de tratamientos médicos, especialmente preocupantes en el caso de las enfermedades más graves y las enfermedades crónicas. Aunque no son los únicos, los inmigrantes subsaharianos son el colectivo que mayoritariamente presenta estas dificultades. Las pre- carias condiciones de vida en las que como consecuencia de su anómala situación legal se ven obligados a vivir (sin trabajo, sin alojamiento, mal alimentados), son determinantes para valorar su grado de vulnerabilidad social y sanitaria. Mientras el debate político en Europa se centra de un modo obsesivo en buscar la manera más eficaz de rechazarlos, ellos ya están aquí. En el transcurso de sus largos viajes han sido robados, humillados y golpeados, han sufrido hambre, sed y enfermedades. Miles de ellos continúan quedándose por el camino. A esa realidad no es ajena una política de visados restrictiva y miope impuesta desde las cancillerías europeas, que fuerza a la clandestinidad, a pesar de la demanda permanente de mano de obra desde diferentes sectores de las economías de este continente. Quien a pesar de todo osa traspasar los muros con los que nos hemos rodeado queda condenado a la marginalidad, no vaya a correr la voz de que les tratamos con humanidad y vengan otros a intentar compartir una pequeña parte de nuestro bienestar. Recientemente se publicaba la noticia de que para este verano está previsto que concluya la instalación de los diez kilómetros de la sirga tridimensional que se está construyendo en el perímetro fronterizo de Melilla, en cuyas inmediaciones es obligado recordar que el pasado otoño murieron al menos ocho inmigrantes subsaharianos y hubo cientos de heridos, víctimas de disparos, apaleamientos, pelotazos de goma y un largo etcétera de horrores. Violencia en estado puro. Este nuevo artilugio para fortificarnos, aún más si cabe, está financiado por la Unión Europea con un coste de 20 millones de euros. El responsable de la empresa concesionaria de las obras para su instalación comentaba en la prensa local que: «se han hecho pruebas con escaladores profesionales que han tenido que ir salvando las dificultades que entraña trepar una primera verja, la caída en la sirga desde una altura de seis metros y vencer el deslumbramiento de los focos y el picor en los ojos del agua con pimienta proyectada por chorros de alta presión». Quizá algún día, esperemos que no muy lejano, sintamos vergüenza de la forma en que se está gestionando este tema y digamos basta. Tal vez si fuéramos capaces de ver mas allá del «fenómeno» de la inmigración, cargado de cifras y estadísticas, nos encontraríamos cara a cara con seres humanos. Si por un momento nos metiéramos en su piel, podríamos imaginar la angustia de sus padres, esposas o hermanos esperando sus noticias. Todos sin excepción de los que hemos atendido en nuestro proyecto mienten a sus familias diciéndoles que todo va bien, que no se preocupen, a pesar de que aquí las estén pasando canutas. Aunque sea conocido, es preciso recordar que de los cincuenta países más pobres del mundo 35 están en Africa. Allí se juntan la guerra, el hambre, las enfermedades y, en general, todas las calamidades que de hecho provocan los movimientos de una mínima parte de su población hacia las fronteras del Estado. Por eso no deja de llamar la atención ese doble discurso político que por un lado lo justifica y por otro lo reprime sin piedad, aun a costa de llevarse por delante los principios más elementales, en muchos casos y esto también es grave ante nuestra indiferencia o nuestro silencio cómplice. -
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