Reconozco que suelo leer los textos de jurados, donde se justifica por qué se da un premio importante a un escritor importante. Este hábito, además de rozar los límites de cierta neurosis lectora, tiene a su favor algo que le redime de su componente obsesivo: dichos textos me ofrecen la posibilidad de conocer el nivel analítico en que se encuentra una pléyade de críticos, que vienen marcando desde hace décadas el quién es quién en el ámbito de la novela, del ensayo, del guión cinematográfico y de la poesía.
En algunos de esos textos, me he topado con entusiásticos disparates. El caso más alarmante consiste en premiar «una vida o una trayectoria», en lugar de una obra literaria. Así, hubo fallos en los que se premiaba «una trayectoria de vida ejemplar», «una coherencia de pensamiento insoslayable», «una honradez humana a prueba del tiempo» y «una moral y una ética intachables».
En el caso concreto del premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006, que ha recaído en el escritor norteamericano Paul Auster, el jurado ha parecido hilar muy fino, ya que ha circunscrito sus razonamientos al ámbito de lo literario. Sin embargo, el texto no deja de sorprenderme, aunque por otras razones.
Es llamativo que un jurado, formado por 21 personas, haya logrado ponerse de acuerdo. Ha mostrado excelentes dotes políticas para el consenso literario. Congratula saber que cerebelos tan disparatadamente dispares como Amorós, Armas Marcelo, Ansón, Colinas, García de la Concha, García Martín, Sánchez Dragó Rodríguez de la Fuente, Berasátegui, entre otros, hayan renunciado al prurito de sus insobornables criterios en aras de un texto común. Ante lo cual, me planteo la siguiente disyuntiva: o la mayor parte de dicho jurado no ha leído una novela de Auster en su vida, ni siquiera “El Palacio de la luna” o, como parece lo más plausible, han acordado firmar un texto repleto de vaguedades, válidas para cualquier escritor que tenga una obra más o menos reconocida. Sería muy práctico que dicho texto lo guardaran como plantilla para próximos años. Seguro que no desentonará.
Y, si no, hágase la prueba: Si hablamos de un escritor caracterizado «por sus ambiciones de renovación literaria, por su exploración de nuevos ámbitos de la realidad con una visión actual y por su atento seguimiento de los problemas de nuestro tiempo», ¿de qué escritor estamos hablando, eh? ¿Qué no lo sabes? ¡Será posible! ¡Pues de cualquiera y de ninguno! Cada una de las generalidades que ha emitido el jurado de este año, y de todos los años, se pueden desmontar fácilmente.
Veamos. ¿En qué consiste la ambición literaria? ¿Cómo se mide la ambición de un escritor? ¿Y la renovación literaria? Desde luego, no creo que exista ninguna vara de medir dicha ambición. Además, dicho apetito desordenado no es una valencia literaria con la que aquilatar la bondad o maldad de una obra. Se califican como ambiciosas aquellas novelas que nos fascinan. Las que no nos gustan, jamás. Por eso preguntaría: ¿quién puede asegurar que los autores de best seller no ponen ambición en su trabajo?
Una «ambición» que, en el caso de Auster, está en correspondencia «con una personalidad singular» y «una voz personal y auténtica». ¡Qué miedo! Pero es que, ¿acaso existe alguna persona que no sea singular y no posea una voz personal y auténtica? Y lo de haber conseguido un «extraño equilibrio entre tradición y modernidad», ¿qué significa? Sobre todo, sorprende el calificativo de extraño. ¿En qué consiste la extrañeza de esa armonía literaria entre lo antiguo y lo moderno?
En cuanto al término renovación literaria, el asunto es más peliagudo. Para asegurar que alguien ha contribuido a dicha renovación hay que atarse bien los machos y estar en posesión de una cultura literaria digna de Menéndez y Pelayo, juntos. Implica no sólo conocer la tradición literaria de un país, sino acrisolar a fondo el poder cognitivo, lingüístico y metafórico del escritor. Y, a partir de ahí, hacer un estudio comparativo. A este respecto, véase de P. Bourdieu su estudio sobre Flaubert en su ensayo “Las reglas del arte” y su concepto de «campo literario».
Ni por los temas el azar, la identidad personal, la figura del padre, la presencia de la ciudad, ni por el tratamiento de los mismos la atmósfera irreal de sus novelas, la estructura policíaca, el mimo por la composición cinematográfica muy por encima de los personajes, la decidida voluntad por desarrollar historias y argumentos perfectamente reconocibles, puede asegurarse que Auster sea un renovador. Se trata de contenidos y formas muy presentes en la literatura de estos últimos treinta años. Ya es curioso constatar que algunas de estas características formales fueron despreciadas por los críticos de la cuadra polanca en los años ochenta. Los mismos que ahora hablan de que el jurado ha «premiado la magia literaria de Auster». Así que magia, ¿eh?
Alguien podría sugerir que estoy en contra de Auster. Pues se equivocaría. Soy un lector «austeriano» voraz. Desde que leí “La invención de la soledad” lo he leído hasta ayer mismo, en que me he zampado de una tacada su “Brooklyn Follies”. ¿Entonces? Entonces quiere decir que me parece estupendo que le hayan otorgado dicho premio. Lo que molesta son los motivos espurios en que dicho jurado ha basado su decisión.
En este país, una novela que supuso una renovación literaria en el sentido de que se trataba de una obra sin parangón en la tradición y modernidad literaria española fue “Larva”, de Julián Ríos. Ninguna novela española publicada en este siglo presenta una composición y un desarrollo, temático y formal, como esa obra. Así que, si alguien quiere saber en qué consiste la renovación literaria, que lea “Larva” y luego que se atreva a usar dicho término. Seguro que se lo piensa tres veces, y cinco si tiene que utilizarlo como argumento para justificar un premio de alguien que escribe en otra lengua autóctona. -