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Gara > Idatzia > Kultura 2006-06-22
El cine recuerdaa Billy Wilderen su centenario
Aunque Billy Wilder odiaba su cumpleaños, prometió asistir a su centenario. Su muerte, en marzo de 2002, se lo impidió, pero hoy, en que hubiese cumplido cien años, todos en Hollywood recuerdan al director perfecto, aunque él hizo que uno de sus filmes más recordados, «Con faldas y a lo loco», terminara precisamente con la frase «nadie es perfecto».

LOSANGELES

«Nadie es perfecto», pero el nombre del director, guionista y productor Billy Wilder, autor de algunos de los diálogos más chispeantes de las comedias del Hollywood clásico, que aspiró al Oscar en 21 ocasiones y ganó 6 estatuillas, es la horma con la que se mide la maestría. «Son pocos los que no querrían ser comparados con él», indica al respecto el realizador Cameron Crowe, autor del libro “Conversation con Wilder”.

El director alemán Volker Schlondorff también expresó su adoración a este maestro rodando la mayor entrevista concedida por Wilder a lo largo de su carrera, que la cadena TCM estadounidense emitirá hoy para conmemorar el centenario de un hombre que afirmaba que, en el mundo del audiovisual, se podía hacer cualquier cosa, salvo aburrir.

Aunque su oficina en Beverly Hills, lugar donde trabajó incluso cuando tenía ya 90 años, fue un lugar continuo de peregrinación, Billy Wilder fue un maestro que nunca quiso hacer escuela. Para él, el único maestro fue Ernst Lubitsch. Y, cuando se encontraba ante un problema, siempre se planteaba: «¿Cómo lo haría Lubitsch?».

Billy Wilder nació en Sucha, una localidad de la hoy Galizia polaca y que entonces estaba integrada en el Imperio Austro-húngaro, que se desmoronaba. Autodidacta durante toda su vida, aprendió a escribir guiones y a dirigir del mismo modo que aprendió inglés cuando llegó a Estados Unidos en 1934 sin saber una palabra: observando.

Detrás dejó una Europa al borde de la guerra y se topó con un continente que el autor de “Irma la dulce” amó con auténtica pasión.

Reflejo de la sociedad

Wilder amó América pero también fue su mayor crítico, y, si sus mejores comedias, en especial las que rodó junto a Jack Lemmon y Walter Matthau, reflejaban el alma del estadounidense medio, también mostraban sus debilidades, su avaricia o su obsesión por el triunfo.

“Días sin huella” (1945) le dio sus dos primeros Oscar, pero también le acarreó el boicot de la industria del alcohol. Cuando se proyectó “Sunset Boulevard” (1950), el productor Louis B. Mayer salió de la sala gritando que Wilder debía ser «expulsado» de Hollywood por «traer la vergüenza a la ciudad que le alimenta». Lo que le trajo este duro y poético retrato de la industria que tanto amaba fue su tercer Oscar, esta vez como mejor guión, al que se sumarían otras tres estatuillas por “The apartment” (1960).

De su medio centenar de películas, Billy Wilder nunca guardó copias, aunque, en la memoria, su preferida siempre fue “Con faldas y a lo loco” (“Some Like it Hot”), filme que la compañía Sony Pictures sacará a la venta el 18 de julio en una edición especial en DVD con motivo del centenario.

El rodaje no fue sencillo para este enamorado de Marlene Dietrich que, sin embargo, obtuvo de Marilyn Monroe su mejor interpretación. Eso sí, a ella le costó una crisis nerviosa y al director, el odio eterno del entonces esposo de Marilyn, el escritor Arthur Miller, quien culpó a Wilder del aborto que sufrió la actriz.



Del periodismo al cine, «gracias» a Freud
GARA

LOS ANGELES

En 1916, la familia de Wilder se desplazó a Viena. Allí, entre 1925 y 1927, Billy (entonces “Billie”) trabajó para “Die Stunde” y “Die Bühne”, publicaciones bastante amarillas. Fue una entrevista fallida con el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, la que, «afortunadamente», le llevó a distanciarse del periodismo y dedicarse al cine. Lo contó el propio Wilder en su libro-entrevista con Cameron Crowe. «En aquella época ­recordaba­, el psicoanálisis era una especie de cosa secreta. La doncella me abrió y me dijo: ‘Herr profesor está comiendo’. ‘Esperaré’, respondí. A través de la puerta que daba a su estudio, se veía el diván. Me llamó la atención lo pequeño que era. Todas sus teorías se basaban, pues, en el análisis de personas pequeñas. Levanté la vista y allí estaba Freud. Un hombre diminuto. Tenía una servilleta anudada al cuello, y me preguntó: ‘¿Es usted el señor Wilder, de ‘Die Stunde’?’. ‘Sí’, respondí. ‘Ahí está la puerta’, replicó. Fue el momento culminante de mi carrera. ‘Gracias’, le dije».


 
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