La falsedad y el yerro de los poderosos, grandes y colosos se produce cuando éstos apartan la conciencia del ejercicio del poder. Algo de esto decía Shakespeare, y sus palabras mantendrían hoy su preciado valor si los poderes políticos poseyeran una recta conciencia humana distinta de su propio afán de dominio. La prepotencia se identifica en ellos con la supuesta supremacía ética y moral, y su conciencia se supedita agradablemente a la preponde- rancia problemas, ni morales ni jurídicos.
Ya Montesquieu quiso evitar la concentración de poderes, porque «todo hombre o todo organismo que dispone de un cierto poder tiene la tendencia a abusar y a poner en peligro la libertad de los ciudadanos». Hasta tal punto se desarrolla esa tendencia que me atrevo a decir con Henry de Montherlat que «no hay poder. Unicamente existe el abuso del poder».
Tal vez hoy, extrañamente, por primera vez en la historia, en el Estado español se produce la circunstancia de una real, e incluso brutal y contrapuesta, separación de poderes. No parece existir ni concordancia ni paralelismo entre el poder legislativo-ejecutivo, ejercido por una mayoría, y el poder, el ámbito judicial heredado de un anterior Estado absoluto.
Ambos poderes, el legislativo y el jurídico han nacido en distintos momentos tanto temporales como ideológicos. La ley de las mayorías parlamentarias en el Estado español ha convertido e identificado la ideología y los objetivos tanto del Parlamento como del Gobierno. Poderes legislativo y ejecutivo son una misma cosa.
Ese mismo «juego de mayorías», por la ley absoluta del abuso del poder, condujo bajo el reinado del Partido Popular, a lo largo de sus legislaturas, a que el Parlamento no solamente se identificara con el Gobierno, cosa sabida, sino que además absorbiera ideológicamente el ámbito jurídico, conduciéndolo a su idéntica línea de pensamiento autoritario.
Bajo la égida y tutela del Partido Popular el Gobierno dirigía el Parlamento para elaborar las leyes; y también a los jueces que las interpretaban en el mismo tono y compás, para hacerlas cumplir, y castigar su infracción.
El Gobierno del Partido Socialista ha salido de las urnas, al igual que el nuevo Parlamento. Pero dado que la judicatura no es elegida por los súbditos, el Gobierno del Reino de España se ha convertido en el más grande exponente de lo que preconizaba Montesquieu, la separación de poderes, pero no en el sentido en que él lo manifestaba. En el Reino de España hoy existe separación de poderes, incluso divorcio entre ellos.
Durante los anteriores mandatos, cuando gobernantes y legisladores no querían actuar en democracia, enviaban a sus Salomones, jueces, dioses de la interpretación jurídica que manejaban el trabajo sucio de la contra-democracia. Ellos dirimían, en muchas ocasiones lo hacían con tan sólo las pruebas policiales, e imponían condenas, con todo el peso de la ley, según ellos mismos mantenían.
Muchos de los jueces fueron aupados en épocas de autocracia y se mantienen, entre otras cosas porque no es el pueblo quien les elige. Ellos se han convertido en absolutos vencedores del sistema que, manteniéndose en sus manos, nunca podrá ser democrático. Pero, como dijo Catalina II, «no se juzga a un vencedor», y algunos jueces, en el Reino de España lo son
Podrá el pueblo elegir a sus representantes. Podrán los parlamentos modificar las leyes. Podrán los gobernantes actuar o no en democracia. Los jueces serán quienes tengan la última palabra. Y las instituciones públicas, policía y penitenciarías se pondrán al servicio de jueces y magistrados. Su palabra, que debía limitarse a interpretar sensatamente la ley y a verificar pruebas y circunstan- cias, siempre tendrá mayor valor y peso que la voz del Parlamento y que la del Gobierno. Actúan como el pájaro kuku que pasa en primavera por Euskal Herria y destruye los nidos de los otros polluelos, sacrificándolos al mismo tiempo.
Es tan inhumano como real tener que pensar con Henry de Montherlat, que «no hay poder. Unicamente existe el abuso del poder». -