Conocí a Balentxi hace casi cuarenta años. Desde entonces he tenido con él una amistad constante; de afecto intenso, de comunicación sincera. Creo que fui de los pocos, además de su madre, Conchi, que le llamaba José Manuel. Es así como le seguiré llamando. No voy a entrar ahora en los mil detalles que le describen y que son bien conocidos para los que le rodearon. Además, independientemente de la pasión que inspira la amistad, es difícil encontrar una persona tan singular. Una persona que unía la alegría, una inmensa alegría, con la seriedad ante la injusticia o el más mínimo atropello que pudiera sufrir un ser humano. Nada le era ajeno. El recuerdo de José Manuel está tan lleno de contenido que dibujar su figura se convierte en una tarea que roza lo imposible. Por eso me ceñiré a un aspecto que José Manuel ejemplificaba de manera modélica. Me refiero a la relación entre la vida y la obra de un individuo.
Siempre se nos escapará cuánto se refleja en la obra de alguien su singular personalidad. Escribía un filósofo de hace casi dos siglos que lo que más le llamaba la atención en la historia de la filosofía es que se estudiaban exhaustivamente las obras del autor mientras que su vida se reducía a tres o cuatro líneas.
Es como si los resultados de una vida oscurecieran al autor, al verdadero carácter del drama vital. En el otro extremo se sitúan los que piensan que todo fluye de las características personales. Es como si se diera un flujo claro y preciso entre lo que uno es y lo que uno hace. Es probable que las dos postu-ras, por exageradas, se confundan.
Parece que la visión correcta del problema consistiría en equilibrar lo que uno es por carácter y lo que uno plasma en sus acciones. Ese equilibrio es propio de los grandes hombres, de gente que no deja agujeros entre lo que su conciencia le dicta y lo que realiza a la luz del día.
Creo que José Manuel era uno de tales grandes hombres. Su obra, amplia en todos los sentidos, era el espejo de su personalidad. Y ésta, por su parte, el espejo de lo que hacía. De ahí que se pudiera confiar en él; de ahí su responsabilidad por mucho que la adornara con aquella risa larga de la que jamás nos olvidaremos. Y de ahí que a veces era sumamente complicado separar las cosas de José Manuel de José Manuel mismo.
Desde esta perspectiva me gustaría detenerme en tres aspectos que considero esenciales para expresar la proporción o equilibrio entre su ser y su obrar. Uno tiene que ver con la libertad. El otro, con ser vasco. Y el último, con la izquierda. En más de una ocasión he repetido que José Manuel era un hombre realmente libre. No era libre al modo de los que hacen lo que les da la gana porque, desde el poder, se lo pueden permitir o porque se despreocupan, en su indiferencia, del resto de sus congéneres.
Escribió Sartre que no hay que hacer lo que uno quiera sino querer lo que uno hace. En este caso, la voluntad y el placer van juntos. Y, así, se vive de manera mucho más feliz.
Pienso que José Manuel fue una persona feliz. Y que no tuvo que disimular en modo alguno. En el libro de Unamuno, ‘‘San Manuel Bueno, mártir’’, un cura, que no cree absolutamente en nada, aparenta creer ante sus feligreses para que éstos no acaben desesperados. Nada que ver con Balentxi. Porque creyó siempre a la luz de los hombres. Ahí ancló, me atrevo a afirmar, sus creencias. Y allí se mantuvo firme hasta el final. Con libertad y felicidad.
En lo que atañe a ser vasco, tengo que confesar que fue él quien, de verdad, me enseñó a querer a mi pueblo. El hilo conductor que me une a los míos tiene, sin duda, muchas hebras pero la principal fue José Manuel. Sin apabullar, nunca le vi dogmático, no quiso convencer a base de puñetazos en la mesa, estuvo siempre dispuesto a escuchar. Y, sobre todo, dispuesto a trabajar.
Cuando se habla de la ética narrativa en la que los modelos juegan un papel esencial, yo tendría que decir que la ética de querer a nuestro pueblo sin dejar de mirar al universo la aprendí, como de nadie, de Balentxi. Su vida estaba en su pueblo.
Y, finalmente, el ser de izquierdas. Según palabras de un escritor francés, ser de izquierdas quiere decir no poder ser feliz si los demás no lo son. En este sentido, y en otros más, José Manuel fue profundamente de izquierdas. No de una izquierda de papel, hecha a los intereses del momento o que se arruga ante la primera adversidad. Plantó cara al mundo agarrado a la mano de todos y comprometió su destino con el resto de la gente. Fue, de este modo, una imagen de lo que, políticamente incorrecto, es capaz, por eso mismo, de señalar el camino de la veracidad, del compromiso real, de la mano tendida, sin olvidar que tampoco está de sobra cerrar el puño. Su vida, de nuevo, estuvo al lado de cualquiera, sin excepciones, pero con preferencia por los más necesitados.
José Manuel fue esto y muchas cosas más. Creo que conozco casi todas las anécdotas, que algún día se publicarán como el catálogo de una persona que deja detrás de sí un hueco tan grande que casi se hace imposible pensar que se pueda volver a llenar.
Mientras tanto, José Manuel, te llevamos en el corazón. No me resigno a pensar que no me oye y que no se ría. Así, desde Madrid, a través de Euskal Herria, y hasta llegar al cielo en el que estés. -