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Gara > Idatzia > Kultura 2006-08-26
«Los bárbaros son una creación de los romanos y, sobre todo, de los cristianos»
«¿Quién ha dicho que los bárbaros eran bárbaros y, sobre todo, con qué derecho?». Javier Arce, profesor de la Universidad Lille III, respondió a esta pregunta en la clausura del ciclo «Romanización e identidad indígena en el Arco Atlántico», que se ha celebrado esta semana en el marco de los Cursos de Verano de la UPV. Arce defendió la tesis de que «los bárbaros son una creación de la historiografía romana y, muy particularmente, de los historiadores cristianos». En su opinión, no llegaron para destruir el Imperio, sino para integrarse en él, y no sólo no acabaron con la cultura clásica, sino que la preservaron.

DONOSTIA

En diciembre del año 406, los «bárbaros» atraviesan el Rihn helado y se internan en territorio del Imperio. Este es el hecho que suele citarse habitualmente como el inicio de una serie de «invasiones» de pueblos como los suevos, vándalos o godos, unas invasiones que, a la postre, según la historiografía tradicional, habrían sido la causa del fin del Imperio. Sin embargo, Javier Arce ha defendido esta semana en los Cursos de Verano de la UPV una tesis bien distinta, que, no sin controversia, viene abriéndose paso en las últimas décadas: «Los bárbaros no eran tan bárbaros y su objetivo no era destruir el Imperio, sino integrarse en él. Su llegada no sólo no supuso el fin de la civilización romana, sino que fueron ellos quienes conservaron la cultura clásica».

Para empezar, Arce prefiere utlizar el término externae gentes ­gentes que habitaban fuera de los límites del imperio­ al de bárbaros, que, si bien en origen simplemente servía para designar a quienes hablaban una lengua diferente, con el tiempo pasó a ser sinónimo de inciviliza- do y destructor.

«Los bárbaros son una creación interesada de la historiografía romana ­sostiene Arce­. Ningún bárbaro escribió la his- toria de su pueblo, así es que ésta está en manos de los romanos y, muy especialmente, de los autores cristianos. Y, claro, la historia no es nunca objetiva; la hacen los historiadores y, por tanto, es siempre una interpretación que depende de las circunstancias y de la formación de quien la escribe. Por tanto, para saber quiénes fueron los bárbaros, hay que saber previamente quiénes eran los autores que trataron sobre ellos, cuáles eran sus condicionamientos ideológicos y para qué o para quién escribían».

El profesor Arce afirma que en la constitución de la tesis tradicional sobre las invasiones bárbaras los autores cristianos fueron determinantes. Y, como muestra de cuál fue el cristal a través del cual vieron a aquellos pueblos, cita el caso de Hidacio, quien, en 469, en Galicia, escribe una crónica en la que da cuenta de la llegada de los suevos. «Hidacio creía firmemente algo que circulaba entre la intelectualidad cristiana de la época, y era que que el fin del mundo tendría lugar exactamente el 27 de mayo de 482. Por tanto, él ve en la llegada de los bárbaros una avanzadilla del castigo divino que se acerca. Su crónica es de tintes apocalípticos. Describe cómo los suevos violan los templos a la manera bíblica, entrando en ellos incluso con camellos. ¿Camellos en Galicia? No creo que los hubiera».

Pero el tiempo pasa. Aquellos pueblos se asientan y, sobre todo, se convierten. La posición de la Iglesia se refuerza. Nace entonces el mito del «bárbaro bueno», creado por los propios autores cristianos. «Juan de Bíclaro o Isidoro de Sevilla ofrecen una visión muy positiva de los godos y presentan a reyes como Recaredo, después de que abracen la verdadera religión, como los nuevos constantinos», subraya el profesor. Y añade: «Primero por una razón y luego por otra, los autores cristianos encontraron en la llegada de los bárbaros un extraordinario pretexto para aleccionar tanto a paganos como a cristianos. El triunfo de la Iglesia fue total».

En busca de integración

Pero el profesor sostiene que la realidad fue muy diferente. «Sabemos que estos pueblos llamados bárbaros estaban en estrecho contacto con el Imperio ya desde el siglo II d. C. Comerciaban con él, trabajaban sus campos y, sobre todo, participaban en el ejército. Es decir, de alguna manera, estaban integrados en el Imperio. En un momento dado, por razones de subsisten- cia, esos pueblos, a través de algún tipo de acuerdo, buscan establecerse en territorio del Imperio, entre otras cosas, para poder protegerse bajo el paraguas romano de otros pueblos que los empujan».

De hecho, muchos de estos pueblos aparecen en la historia luchando al servicio de Roma. Es el caso de los godos, que llegan a Hispania para defender el Imperio frente a suevos o vándalos. «Los godos no pretendían saquear las villas romanas, sino que querían vivir en ellas como propietarios, a la manera romana. Es decir, en vez de desmantelar el Imperio, querían formar parte de él», afirma el profesor.

Desde este punto de vista, las de los bárbaros no habrían sido «invasiones» ­concepto que Javier Arce propone abandonar­, sino «movimientos de pueblos de agricultores», comparables, «salvando las distancias», con los flujos migratorios que se producen en la actualidad. «Es legítimo hacer esta comparación. ¿Porque qué, sino hallar un lugar que les proporcionara unas condiciones que ellos consideraban mínimas, impulsaba a estos pueblos enteros, con ancianos, mujeres y niños, a asumir el riesgo de realizar viajes como el que, por ejemplo, hicieron los vándalos? Salieron de las actuales Ucrania y Polonia y no pararon hasta establecerse en el norte de Africa».

Arce no niega que en esos movimientos se dieran casos de violencia, pero cree que sobre todo se produjeron problemas de integración. «Refirámonos de nuevo a los vándalos, cuya denominación a partir del siglo XVIII viene a ser sinónimo de destructores. Pues bien, la arqueología no avala en absoluto que lo fueran».

La tesis tradicional sobre las «invasiones bárbaras» no sólo no decayó en el siglo XX, sino que se reforzó vivamente gracias a historiadores que vieron en aquellos movimientos de pueblos mayoritariamente germánicos el reflejo del expansionismo alemán que estuvo en la base de las dos guerras mundiales. Sin embargo, en las últimas décadas, «las evidencias han hecho que la historiografía haya empezado a cambiar», asegura Arce.

Lo políticamente correcto

El profesor reconoce que «no todo el mundo» está de acuerdo con esta nueva visión. «Ya he dicho que la historia no es nunca objetiva, que es una interpretación, y hoy los historiadores están divididos entre quie- nes pensamos que los supuestos invasores no fueron tales y quienes piensan que quienes así pensamos estamos influenciados por lo políticamente correcto. La necesidad de presentar al emigrante como un ser a integrar, opinan, nos lleva a minimizar la violencia que, sin duda, acompañó a estos movimientos. Es, sin duda, un debate vivo».

Pero de lo que no alberga ninguna duda el profesor Javier Arce es de que aquellos «bárbaros» no sólo no acabaron con la civilización romana, sino que fueron los depositarios de la cultura clásica. «La organización político-administrativa de sus reinos, sus monedas, sus leyes, etcétara, se establecieron siguiendo los modelos romanos. Los reyes que se convirtieron al cristianismo fueron prácticamente asimilados a la figura del emperador. Fueron considerados los ‘nuevos constantinos’ e incluso asumieron su primer nombre, Flavius. Luego no sólo no significaron el fin del imperio, sino su continuación, claro que adaptado o transformado según su propia idiosincrasia», subraya Arce.

Otra cosa es que el mundo ya no fuera el mismo que en los mejores tiempos del Imperio. Y en eso tenía mucho que ver el cristianismo.



La etnogeografia romana y los indigenas
M.A.

IRUN

La intervención de Javier Arce en el curso “Romanización e identidad indígena”, dirigido por Juan Santos Yanguas, no se limitó a la clausura, en el palacio de Miramar. La víspera visitó el Museo de Oiasso, donde habló de “La identidad romana”.

Uno de los rasgos definitorios de esa identidad sería la particular «filosofía etnográfica» que los romanos habían hereda- do de los griegos. Según ésta, «el grado de civilización de un pueblo era inversamente proporcional a la altura en la que viviese». En realidad, «alto» podía ser considerado cualquier lugar no urbano, «porque el romano no entiende la geografía sino por oposición ciu- dad-montaña. Al fin y al cabo, sólo quien vive en la ciudad puede estar civilizado».

Los pueblos «de montaña» eran identificables mecánicamente con pueblos de pastores, y los pueblos de pastores, a su vez, con pueblos de ladrones. «Dedicarse al pastoreo era para los romanos un estadio retrasado de la civilización, mientras que la agricultura era el superior. Eso les llevaba a avergonzarse de sus propios orígenes e incluso a intentar falsearlo».

Esta «etnogeografía» explica por qué cuando se refieren a pueblos como el vascón lo identifican automáticamente como bárbaro, lo que, «seguramente no tiene nada que ver con la realidad», hizo notar Arce, quien, como ejemplo, citó una carta en la que un romano se dirige a un amigo y le pregunta có- mo puede vivir entre los bárbaros vascones. «El amigo andaba en Calagurris y Cesaraugusta, luego ni siquiera estaba en las montañas. Aquello no era sino un un estereotipo, que se aplicaba exactamente igual a los vascones que a los pueblos que habitaban las cordilleras de Italia».

Las consecuencias de este estereotipo llevadas al extremo eran claras. «Quienes no vivían en la ciudad eran agrestes, feos, de dientes negros y olor a cabra y a ajo. Además, eran rudos, brutales y peligrosos. Así describían, por ejemplo, a los cántabros». Llevaban barba y el pelo largo, frente a los romanos, siempre rasurados, «salvo en caso de luto o cuando la moda imperial era imitar a los intelectuales griegos». Encima, hablaban mal el latín o incluso su propia len- gua, por otra parte, incomprensible. «Estrabón viene a decir: ‘No voy a citar todos los pueblos que viven en el saltus vasconum porque tienen un nombre rarísimo’», ejemplificó Arce. Y, naturalmente, provocan risa... cuando no provocan miedo.


 
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