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Gara > Idatzia > Mundua 2006-12-14
Jose Antonio GUTIERREZ D. *
La sombra de Pinochet
El autor vuelca en este articulo la alegria, la frustracion y la bronca que gran parte de la poblacion chilena siente despues de que Pinochet haya muerto sin haber respondido ante la justicia por sus crimenes.

Y murió porque tenía que morir, porque a todos nos llega la hora. El tirano que se creía invencible, el que decía que en ese país no se movía una hoja sin que él lo supiera, el de las gafas oscuras y las tétricas cadenas nacionales, recibió el golpe de gracia de manos de la muerte. Y nos asaltan sentimientos muy encontrados: por una parte, la alegría de saber que ya no tenemos que compartir el mundo con tan miserable bicho. Ni respirar el mismo aire. Pero con el sabor amargo de que se fue sin ser juzgado, protegido por sus leyes de amnistía y por el gobierno de la Concertación, quienes se mantuvieron siempre fieles al pacto mediante el cual negociaron su cuota de poder. Porque recordemos que nadie los mandó a ir corriendo a Londres en 1998 al rescate de su generalísimo, cuando este se vio en aprietos. Sin ninguna vergüenza, fueron ellos los reales protectores del asesino del pueblo. Que no se olvide que arrastra la Concertación con ese peso de miles de muertos en su propia conciencia, por cómplice.

Han sido ellos los que han administrado las instituciones de Pinochet, su Estado, su Constitución, su modelo económico. Son ellos los que han recurrido al legado del Tata para reprimir al pueblo en lucha y a los mapuche. Son ellos los que se han enriquecido con el neoliberalismo implantado a sangre y fuego. Son ellos.

Y, quizás por eso mismo, deben ser los que tienen más razones para estar contentos en estos días. Porque el viejo de mierda se murió, porque ya no les viene más a joder la vida, porque ya no es su mala conciencia, porque se acabó una causa para que todos esos molestos abogados de derechos humanos siguieran hinchando. Porque se eliminó la personificación viva del crimen sobre el cual están fundadas las instituciones de nuestro país, que ellos, felizmente, administran. Con el cadáver de Pinochet, creen que podrán enterrar a los miles de muertos en el camino. Pero tendrían que hacer, para borrar la huella del pinochetismo de la cara de Chile, como se hacía con los reyes de antaño: enterrar al fiambre con todo su ajuar ­su ejército, su Estado, sus fojas y fojas de leyes y su constitución­. Su muerte viene a hacer estallar en nuestro rostro las contradicciones del Chile de hoy.

las opciones de bachelet

Bachelet expresaba que le violentaría dar homenajes oficiales de Estado al tirano. Pero si la señora Bachelet fuera consecuente debiera hacerlo: mal que mal, ella misma administra el Estado de Pinochet. Ella es, le guste o no, su continuadora. Debiera, por lo menos, pagarle ese «favor concedido». O si no, si realmente es consecuente, si realmente no quisiera ser continuadora del criminal, que se plantee exterminar las instituciones legadas del dictador o por lo menos, su reforma democrática. Esta ambivalencia entre democracia vigilada y autoritarismo ha dado el sello particular a la clase capitalista chilena durante las últimas tres décadas.

Aunque Pinochet haya muerto, la sombra del pinochetismo, para desgracia de los traidores y sinvergüenzas de la Concertación, nos seguirá penando, porque su legado sigue entre nosotros, encarnado en el Estado y el Ejército de Contra-insurgencia. Y sobre todo, en el doble poder de facto que el Ejército tiene. No es casual que mientras los edificios públicos no tienen la bandera a media asta, los cuarteles sí la tengan. Porque se mandan solos, porque no están subordinados al poder civil. Porque cuando ellos quieran pueden sacar a patadas en el culo a cualquier gobierno que se pase para la punta. Esas banderas a media asta, representan la supremacía que los militares aún tienen sobre el poder civil (algo propio de paisuchos dependientes en que la debilidad de la burguesía se contrapesa con la mano militar).

El mundo lo condenó hace mucho tiempo y en Chile ellos no fueron capaces. Hasta la Casa Blanca, en su declaración sobre la muerte de Perrochet, se distanció hipócritamente del sicópata que ellos mismos pusieron en el poder, al declarar que sus sentimientos se encontraban con las víctimas de su reinado. Hasta tuvo que pedir Pinochet, antes de su muerte, que su cadáver fuera cremado para evitar que su tumba fuera profanada. La única amiga sincera que al parecer tuvo hasta el final este mafioso fue Margaret Thatcher, la Dama de hierro, hipócrita y asesina como él. Fue la única persona que pareció sentir algo de pena por su deceso.

Alegria y bronca

Bueno, aparte de los milicos y quienes agitaban banderitas ante el Hospital Militar y luego le fueron a ver. En las poblaciones, se sintió un poco de alegría, con un poco de frustración, con un poco de bronca: los elementos que constituyen el alma de nuestra generación, la generación que se crió bajo la bota militar, los que nos mamamos los discursos de Pinochet, los que aprendimos a leer y escribir bajo ese cielo gris. Los que, como decía un periódico anarquista de los ochenta, «hicimos la primera comunión y nos masturbamos por primera vez con Pinochet». Esa generación que templó sus sentidos con la visión odiosa de militares tiznados en las calles, con el sonido de las balas y las cacerolas, con el gusto amargo en su boca de la bronca y la impotencia, que sintió sobre su piel el calor de las barricadas y cuyo olfato se saturó con su humo y con las bombas lacrimógenas. Una generación que aprendió que su espacio político natural es la calle, que aprendió a luchar desde su infancia.

A nosotros, insisto, nos dio una mezcla de alegría y bronca. Alegría, porque ellos se mueren y nosotros viviremos por siempre. Alegría porque sin bichos como él es posible un mundo nuevo. Alegría, porque sí, porque parecía que este canalla se iba a quedar a penar a nuestro país para toda la eternidad; y bronca, porque partió sin ver ni su juicio, ni nuestra victoria. ¿Quién nos saca a nosotros el amargor en la boca, cuando detrás quedaron las víctimas clamando justicia y cuando queda un pueblo golpeado, alienado, reprimido y empobrecido, ahogado entre deudas y carencias en medio del «milagro económico» chileno? ¿Quién, compañero? El pueblo, nadie más que el pueblo. ¿Y cómo, compañero? Luchando, creando poder popular. La lucha sigue y la victoria será nuestra. -

(*) Periodista chileno


 
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