Atrás quedó la suerte perra / atrás los muertos y la guerra / me iré otra vez inoportuno / y apostaré por el que pierde / y volveré cuando ninguno / me necesite ni recuerde».

Una muerte capicúa -a sus 88 años- ha silenciado la voz intempestiva, y tempestiva, del escritor uruguayo. No pasaba con la escritura, en todos sus géneros (poesía, ensayo, crítica, novelas, artículos de prensa, canciones), del autor de «La borra de café», aquello que dijese Wittgenstein: «El lenguaje es un laberinto de caminos. Llegas a un sitio por cierto lado y te reconoces; llegas al mismo sitio por otro lado, y no te reconoces».

Con Benedetti siempre llegabas, sin derivas innecesarias, al compromiso del hombre, al compromiso del escritor con el lenguaje y con sus semejantes; haciendo del «lector un cómplice, un camarada de camino», que dijese su amigo Julio Cortázar, y preocupado siempre por «el singular como parte del plural», saliéndose de sí y buscandose en los otros.

Usando el verbo sin abalorios, puliendo lo que sobra, del mismo modo que el otro decía filosofar con el martillo, la escritura del nacido en Paso de los Toros el 14 de setiembre de 1920 estaba escrita con la piqueta, y hasta con la embestida de los cuernos que coronaban las testudes de los animales que asoman en el nombre de su localidad de origen.

Heredero de la guadaña de Borges o del hacha de Juan Rulfo.

Destacaba su campechanía, adornada de una reserva educada, herencia tal vez de sus años de clandestinidad y exilio («Desde arriba mi país, es una mancha verde que parece rosada. Sin embargo, ahí abajo es tan distinta»).

Y se fue quien realizó su obra al margen de los cánones al uso, se marchó ese permanente aguafiestas, como le calificase su biógrafo Mario Paoletti, que apostó por «responder a la desestabilización cultural...y así quien desestabilice al desestabilizador, un buen desestabilizador será». ¡Así Mario Benedetti!