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Raimundo Fitero

Necrológicas

Como se han dado cuenta esto se está convirtiendo en un sección de necrológicas con demasiada asiduidad. La genética, los avatares, los estornudos de la naturaleza alterada por la mano del depredador nos llevan a ello. Hoy tenemos la muerte de Ángel Cristo como dato objetivo y los Premios Max como resultante subjetivo. Uno ha muerto en un hospital, el otro ha muerto por desafección. ¿No era Ángel Cristo un zombi penitente por los platós desde hace décadas? ¿No son los Premios Max una obligación institucional desheredada?

La crueldad se está cebando con Ángel Cristo hasta después de muerto. Ni sus hijos han aparecido con semblante compungido. Se nota una suerte de alivio en sus rostros. Pero de sus restos, de sus cenizas, sacarán todos unos cuantos cientos de miles de euros. El domador de leones acabó domado por sus propias circunstancias. De ser un empresario circense de proyección social, casado con Bárbara Rey, presente en la televisión única con frecuencia constante, llenando las gradas de sus propios circos, hasta convertirse en una piltrafa, en un ser humano marcado por la enfermedad física, la supuestamente mental, y por algo peor, el estigma de perdedor, de irrecuperable, de juguete roto.

Sus últimas apariciones televisivas fueron algo peor que patéticas, fueron inhumanas. Las oportunidades que tuvo de rehacer su vida se esfumaron a la vista del público en general. Sus allegados empujaron al domador por la pendiente acudiendo a los platós a ganarse unos dineros a costa de la desgracia de su ex marido o de su progenitor. Todos sacaron beneficios de su destrucción. Ha muerto y uno siente que probablemente ahora sí descansará en paz, aunque sobre su ausencia se montará un circo mediático inmediato.

Lo de los Premios Max es algo más triste. Un error informático hizo que se supieran los ganadores horas antes del acto de entrega. Sin emoción ni sorpresa ninguna, el guión se defendió con profesionalidad, pero las audiencias les dieron la espalda. Un mal síntoma. Todo lo que toca la SGAE se pervierte. Es fácil hoy hacer con un parangón con el domador. Para defender al teatro hay que mejorar bastante su presencia televisiva.

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