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Aitxus Iñarra Profesora de la UPV-EHU

El mundo adquirido

La autora analiza los modos en los que se transmite el conocimiento en las diferentes sociedades y los pone en relación con las concepciones sobre lo objetivo y lo subjetivo. Subraya la importancia del mito y se detiene en el código más relevante, el que define la «normalidad». Algo que «se prescribe y determina según las circunstancias y actores» y que constituye un círculo vicioso. Superarlo pasa por tres respuestas: «Cambio del lenguaje, cambio ideológico y tácita conspiración para ignorar quiénes somos realmente».

El saber es uno de los anhelos más poderosos del ser humano ya que constituye una necesidad para la comprensión de la realidad. Constatamos, en este sentido, que todos los pueblos han usado como herramienta de transmisión los relatos y mitos para explicar y comprender las múltiples dimensiones del ser humano y del mundo fenoménico. Un ejemplo de ello son los indios navajo, que viven y transfieren su saber, misterioso para los profanos. De tal manera que cuando narran en la comunidad las historias a los suyos, lo hacen con la confianza de conectar con la psique predispuesta del oyente. Ese acto está dotado de tal poder que logra que la narración cumpla funciones variadas e importantes. Entre otras, una función terapéutica: cuando se describen los fenómenos naturales y la propia Naturaleza como la realidad a la que se pertenece, o a través de los rituales de iniciación en la experiencia trascendente. En otras palabras, los relatos y los mitos son dos instrumentos eficaces en la construcción y comprensión de la realidad. Y ello porque el poder de la palabra narrada sentida y actualizada en ámbitos tan esenciales para el ser humano como son la salud, la experiencia con la trascendencia o la conciencia de unidad con la naturaleza, determina y condiciona, de generación en generación, la forma de recibir el mundo.

Este tipo de trasmisión directa, de boca a boca, que se realiza desde el mito o el relato, difiere de manera sustancial del modo en que sucede actualmente, tanto en el uso del lenguaje, como en los emisores y en la intención. Así, en sociedades tan complejas como la nuestra recibimos el mundo, fundamentalmente, mediante logos e iconos, es decir, la palabra razonada y la imagen fabricada. Ambos elementos se han convertido en instrumentos de relato, propios de la cultura de masas.

Hasta hace poco todavía, la palabra ha sido el instrumento utilizado por la Iglesia católica, agente en la producción y control del conocimiento. Ésta, que durante siglos ha ostentado la propiedad de un conocimiento caracterizado como moral, lo ha vinculado a la autoridad infalible y a la norma del dogma. Sin embargo, el espacio de la producción y control del conocimiento ha sido reemplazado por la legitimidad que el poder político y económico ha otorgado a la ciencia. Desde esa posición la ciencia elabora modelos de realidad y contribuye a la creación de códigos y normas que van desde patrones de conducta hasta las maneras de concebir al otro, el mundo y el cosmos.

Podemos decir por ello que el mundo fabricado, impuesto y recibido se convierte en el mundo adquirido. Es la percepción prestada del mundo. Una percepción determinada por los códigos normativos que condicionan eficazmente nuestro recorrido vital, dando lugar a lo que se suele llamar nuestro estilo de vida. Por ello cuando se dice que «nada nuevo hay bajo el sol», es porque vivimos desde los hábitos de los modelos dominantes, que se van perpetuando en el tiempo.

Esta percepción procede de un saber que conlleva una forma de cognición restrictiva, quizás porque es más importante lo que se dice ser que lo que es. En palabras de Nietzsche, «es necesario que algo sea considerado como verdadero, no que sea algo verdadero». Por ello, en el momento en que una idea transmitida se convierte en realidad subjetiva, en creencia, esa persona se considera poseedora de esa «verdad objetiva». Hecho que se refuerza cuando esa misma creencia es compartida, transformándose entonces en una realidad común compartida, en una ficción colectiva. En un delirio de masas.

Tal es el caso de uno de los códigos más relevantes, que adquirimos desde la infancia y que opera de manera insidiosa. Nos referimos al que define la normalidad. La interiorización de este patrón-estereotipo opera creando determinadas formas de conciencia, que determinan el pensar, el hacer y el sentir, así como los modos de relacionarnos. En otros términos marca una manera de estructurar la conducta propia y la del otro. Por ello resulta ser un instrumento muy eficaz y útil para la fabricación social, es decir, para la organización del yo y la categorización de individuos y grupos. Algo que sólo es posible mediante la imposición de unos modos restrictivos y distorsionados de cognición y conducta con respecto a uno mismo y al otro.

Sin embargo, la frontera entre lo normal y lo que no lo es se debe más una división interesada que algo real en sí mismo. Algo que se prescribe y determina según las circunstancias y los actores del momento. La idea establecida de lo normal o anormal no tiene más entidad que la que le concede el sueño dominante. Si bien lo dicho no implica que pongamos en duda la responsabilidad que en cada caso corresponde al individuo con respecto a su conducta. Lo cierto es que los códigos de la normalidad son construcciones sociales prestadas que obstaculizan la complejidad del juego de la vida. Cambian los actores pero persiste la discriminación del otro en los ámbitos social, económico y político. La separación de los individuos y grupos humanos en aceptables o rechazables cambia de actores pero perpetúa el conflicto.

Por ello podemos preguntarnos si es posible un modo -un saber y una práctica- que realmente suponga una transformación que haga posible ir más allá del círculo vicioso. Aunque las respuestas son variadas, aquí nos referimos a tres.

La primera la da Confucio a Lao-Tzu en el libro XIII de los «Anales», cuando éste le pregunta: «Si el Señor de Wei te llamara para administrar el país, ¿Cuál sería tu primera medida?». El maestro le respondió: «la reforma del lenguaje». No obstante, sabemos bien que la transformación del instrumento, el lenguaje, no conlleva el cambio social, pues la eficacia del instrumento no depende de éste sino del poder del actor.

La segunda se refiere al cambio de actores o al cambio ideológico. Por las transformaciones sociales que hemos conocido, si bien algunas han logrado cambios nada desdeñables en la consecución de una vida más digna y más igualitaria, lo cierto es que, aunque son y sigan siendo necesarias, no representan la solución de fondo que venimos buscando y necesitando.

La tercera plantea una respuesta menos convencional o conocida. Se trata como dice A. Watts de nuestra tácita conspiración para ignorar quiénes, o qué, somos realmente. Pues existe la creencia generalizada de que debemos ser un ego separado y metido dentro de un saco de piel. Lo cual es una ficción cada vez más desmentida por la ciencia moderna y por las tradiciones de «sabiduría experimental». Advertir esto supone un cambio tan profundo que nos despoja de la visión ordinaria que tenemos de las cosas. Lo que nos lleva a una transformación que tendrá consecuencias morales y políticas importantes, aunque por el momento de un alcance desconocido.

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