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Alvaro Reizabal Abogado

A ciento veinte decibelios

El meollo de la cuestión estaba entre líneas y daba cuenta del gran problema de la federación en estos partidos: el nacionalismo desbocado. Hace dos años los hinchas del Athletic y los del Barcelona unieron sus fuerzas

Las vacaciones tienen muchas cosas buenas como, por ejemplo, que uno tiene tiempo para hacer lo que en cada momento le apetece, incluida una pausada lectura de la prensa, sin necesidad de leer en el metro o en el bus que te lleva al trabajo, saltando ávidamente de titular en titular para poder ojear a duras penas todo el periódico.

En una de esas tan apetecibles se encontraba el suscribiente en vísperas de la final de la llamada Copa del Rey, con tiempo para leer lo que a uno le plazca, incluyendo las páginas de deportes y hasta artículos tan apasionantes como uno titulado «Una Cibeles en el viejo Turia», que daba cuenta de que, casualmente, a los ultras del Madrid les habían caído en suerte 300 entradas para la finalísima, calificada, cómo no, de partido del siglo. No así a los del Barcelona, que habían tenido peor suerte. Los madriles, previsores, habían instalado en uno de los cauces del Turia una copia de la estatua de la Cibeles del tamaño de la original, sita en la plaza del mismo nombre de la capital del imperio, lugar al que la hinchada merengue acude a celebrar los éxitos deportivos del club de sus amores emborrachándose y bañándose vestidos o en pelotas, según la época del año, en la fuente que rodea a la diosa, y normalmente a arrancándole el brazo o alguna otra prominencia, simpático detalle que pone de relieve el nivel cultural de los asistentes.

Afortunadamente, cada vez necesitan ir menos, aunque según dicen los jugadores y Mou, sobre todo Mou, son los mejores, pero no ganan porque la conspiración judeo-masónica se ha infiltrado en la UEFA y hay una consigna de que los árbitros les roben los partidos, algo que proviniendo del Madrid, el eterno equipo del régimen, es como para empezar a reírse y no parar hasta partirse la caja. ¡Así, así, así...!

Todo esto aparecía en un popurrí de chascarrillos sobre el numero de policías que iban a cubrir el evento, los kilos que pesaba la copa posteriormente destrozada por el bus de los gladiadores triunfantes y una foto de la seudo Cibeles junto a un enorme anuncio de una cerveza madrileña con nombre de dirigente chino ya fallecido.

Pero el meollo de la cuestión estaba entre líneas y daba cuenta del gran problema de la Federación en estos partidos: el nacionalismo desbocado. Sin ir más lejos, en la final de hace dos años los hinchas del Athletic y los del Barcelona unieron sus fuerzas para abuchear tanto el himno español como al rey Borbón, presente en el estadio. ¿Solución? Que suene el himno a 120 decibelios, en el umbral del dolor. La misma intensidad que alcanza un avión en vuelo rasante. Y así no se oyen los silbidos y sólo se aprecia el respeto con que todos los asistentes escuchan el «Chupachumpa» y el cariño con que aplauden a su rey. Y que les den por saco a la Ley del Ruido, la contaminación acústica y la madre que las parió. Ya no hay nacionalistas, sólo hay sordos. La realidad virtual se impone incluso a la ficción.

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