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Patxi Zamora Periodista

Felipe Borbón y Leticia Ortiz en Israel

El autor relata como en el cementerio de Sartaguda fue testigo de un acto que expresaba una opinión y un estado de ánimo «demoledor»: un veterano militante antifascista enseño un recorte de prensa en el que aparecían con «gesto compungido» Felipe Borbón y Leticia Ortiz en su visita al museo del holocausto judío y preguntó en voz alta por qué no se han solidarizado nunca con las familias de los miles de fusilados. Afirma que los déficits democráticos de hoy son consecuencia de una «época mal digerida que mantiene sus apestosos efluvios». Y termina confiando en los aires renovados y rupturistas que soplan en Euskal Herria nos conduzcan a una «verdadera transición hacia la democracia».

La miseria democrática del régimen monárquico español actual es el resultado de la herencia del genocidio franquista y de una transición tutelada por los poderes fácticos de la dictadura. Interlocutores extranjeros se sorprenden sobremanera cuando se les describe una democracia que mantiene tribunales especiales para los delitos políticos, ampara la tortura y a sus ejecutores, cierra medios de comunicación, ilegaliza partidos y todavía no ha conseguido invalidar los procesos contra las decenas de miles de ejecuciones sufridas tras el golpe de estado liderado por Franco.

El pasado 14 de abril, aniversario de la II República, acudí a uno de los actos realizados en honor de aquellos héroes sencillos que murieron por defender una democracia unida a los conceptos de igualdad, justicia y libertad. Se llevó a cabo en Sartaguda, pequeña localidad navarra conocida también como «el pueblo de las viudas» porque casi un 20% de los varones adultos fueron ejecutados «legalmente» por la «justicia» franquista.

Encontré en Sartaguda a esas mujeres de pelo blanco y corazón rojo, con padres, tíos, abuelos y hermanos enterrados bajo el cemento democrático, víctimas del terrorismo más salvaje, que han sufrido decenios de escarnio público, hambre y miseria, a la par que silencio institucional, y observé cómo siguen levantando el puño, reivindicando las mismas ideas por las que tanto dolor les han inflingido.

Allí, en el cementerio de Sartaguda, en un acto en el que quien quería expresaba su opinión y estado de ánimo, surgió una declaración demoledora para cualquier persona con un mínimo sentido democrático. Un veterano militante antifascista enseñó un recorte de prensa en el que aparecían, con gesto compungido, Felipe Borbón y Leticia Ortiz, en su visita al museo del holocausto judío, durante el último viaje oficial a Israel. «¿No le dará vergüenza a este Borbón expresar su solidaridad y tristeza por el genocidio nazi, mientras jamás se ha solidarizado con las familias de las decenas de miles de ejecutados (3.300 en Navarra donde no hubo frente de guerra)?; ¿acaso no recuerda que lo fueron por orden de quién reinstauró la monarquía para su estirpe y que lo hizo en nombre de la «cruzada contra judíos, masones y comunistas»?»

Es difícil alcanzar mayor grado de hipocresía, aunque se trata de la tónica argumental de la democracia española en la que, quienes más crímenes pretenden ocultar bajo el manto de un interesado olvido, son los que con mayor aplomo ofertan públicas lecciones de democracia.

Estos facinerosos con terribles antecedentes, tienen la desvergüenza de otorgar el aprobado, suspender o exigir cuarentenas a otras formaciones políticas «en defensa de la democracia», como estamos viendo que ocurre con los representantes de Sortu o Bildu, que realizó su primera intervención pública en Navarra durante este acto de Sartaguda.

Pocos medios de comunicación se atreven a resaltar estas contradicciones entre el discurso y la práctica diaria de los dos partidos mayoritarios en el estado. Contradicciones que vuelven a destacar la relación entre el grave déficit democrático actual y el régimen anterior.

Como en todos los países que han padecido dictaduras, se ha pretendido que los que sufrieron perdonen, mientras que quienes cometieron los delitos y sus herederos -políticos y económicos- ni siquiera se han arrepentido.

Como si no hubiera ocurrido, intentan borrar el pasado y sostienen, como la portavoz del PP, Soraya Saénz de Santamaría, que «la democracia no puede empatar con el terror», afirmación que compartiríamos si no fuera porque, para este partido, el franquismo fue «una época de extraordinaria placidez», Mayor Oreja dixit y, obviando el «terror» de la dictadura franquista, sólo pretenden defender su política de ilegalizaciones.

Los déficits democráticos que sufrimos son consecuencia de una época mal digerida que mantiene sus apestosos efluvios muy vigentes todavía.

En aquellos años mataron selectivamente a lo mejor de una generación, más que en la Argentina de la Junta militar o en el Chile de Pinochet, mucho más que en Libia, en Siria o en Túnez.

Treinta y seis años después de la muerte del «Caudillo» sigue habiendo miedo en muchos pueblos a recordar y no digamos a exigir resarcimiento. Miedo e intereses políticos y económicos tanto del PP como del PSOE.

Por eso unos han inventado las teorías negacionistas del genocidio franquista y otros dan la callada por respuesta.

Porque ambos pagarían una gran factura por asumir que la actual democracia no se basa en aquella república, ejemplo de avance social y aumento de las libertades para todos y todas, sino en un fascismo frailuno, de sotanas y militares, en el que los especuladores del capitalismo pusieron los pilares de sus actuales fortunas o apuntalaron las que ya poseían.

La factura de la libertad y el civismo republicano no hubiese regalado los bienes comunes para la manipulación privada ni consentiría a la iglesia católica inmiscuirse en los asuntos públicos, y tampoco hubiera permitido dejar al estado español como el que menos invierte en servicios sociales de toda Europa.

La factura democrática hubiera evitado que la propiedad privada se convirtiera en un derecho inviolable para los adinerados, constantemente vulnerado para quienes poseen menos recursos: pensionistas, parados, funcionarios, etc.

La factura republicana no hubiese avalado una transición, vigilada por los militares franquistas, cuyo estado de las autonomías niega de hecho la plurinacionalidad y el derecho a decidir de cada pueblo y favorece el unionismo pactado entre PP y PSOE, las dos caras de la misma falsa moneda.

Adaptando aquello de Rusiñol, «el franquismo es como el palo del gallinero, largo, pero lleno de mierda», aunque tengo la certeza de que se caerá por su propio peso. Más pronto que tarde la fortaleza protofranquista debe comenzar a quebrarse y habrá que tener confianza en que los aires renovados, pero verdaderamente rupturistas, que soplan en Euskal Herria tengan un efecto multiplicador y nos conduzcan a una verdadera transición hacia la democracia.

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