Me gustaría poder decir que «Una vida nueva» es la mejor película del año, pero se ha estrenado con tres años de retraso, así que es mejor disfrutarla sin mirar el calendario. Es un obra única y excepcional, y esperemos que Ounie Lecomte vuelva a hacer alguna otra, aunque en ella ha volcado todo lo que es en un sentido plenamente autobiográfico e irrepetible. Su experiencia resulta especialmente reveladora, porque, que yo sepa, es la primera niña oriental adoptada por una familia occidental que consigue contar su periplo vital en una película. Y le ha costado, ya que Ounie olvidó el coreano, habiendo de rodar allí con traductor. El milagro ha sido posible gracias a la mejor actriz infantil que haya visto jamás, la pequeña Kim Sae-ron, a la que conocíamos de su inolvidable papel en «El hombre sin pasado», de Lee Jeong-beom.

Aquí su recital es absoluto, al recaer sobre ella todo el peso dramático del relato. No hubo casting, puesto que Ounie Lecomte sabía que solo ella podía hacerse con un papel tan sensible y complicado. Es como el Jean-Pierre Leaud de «Los cuatrocientos golpes», dentro de lo que hay de equiparable entre la película de aquel Truffaut primerizo y esta realizadora debutante nacida en Corea pero formada en el Estado francés.

La acción transcurre en los años 70, década a partir de la cual dejaron de existir las adopciones para extranjeros en Corea del Sur. Ese peso retrospectivo se deja sentir en todo el emotivo relato, donde todas y cada una de las escenas en el orfanato católico de Seúl transmiten una tristeza de gran significación y hondura.