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Opresión de un pueblo en el lejano oeste chino

La represión en la turbulenta Xinjiang no es algo nuevo. Las decenas de muertos que la violencia entre uigures -etnia autóctona con lengua y cultura turcófona- y miembros de la etnia Han -mayoritaria en China- son el último recordatorio de un conflicto de hondas raíces. Contrariamente a la propaganda oficial china, uigures y hanes no cohabitan en armonía, ni lo que ocurre en Xinjiang es una historia de «hordas separatistas e islamistas con agenda internacional». Existen uigures que defienden un Turkestán del Este independiente. Es obvio que la contienda entre etnias está latente, pero es evidente también que el Islam en Xinjiang es un antiguo rival para la joven China. En el dominio del espacio público, en la cohesión comunitaria y en la legitimidad política, el Islam -más que la identidad étnica- tiene un poder enorme y está en la base del descontento uigur. La pretensión del poder central chino de restringirlo, de minorizarlo con masivos desplazamientos de hanes a Xinjiang es un política que ha demostrado su fracaso.

Más incluso que el Tibet, Xinjiang es la joya de la corona china: una sexta parte de su territorio, rica en petróleo y gas, puerta de acceso a Asia Central... la opresión de su pueblo originario, los uigures, pone las condiciones para que el ciclo de la violencia se eternice. China debe poner fin a esa política étnica basada en la dominación.

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