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Lander Garro Escritor

Y ahora, ¿qué?

Un señor del PNV repitiendo aquello de que el problema es ETA, o sea, dando brillo a esa espada cubierta de heces que es la Justicia española y una marea de gente pateando una vez más la calle con la sensación de que la vida empieza a ser un «trompe l'oeil» en el que uno camina para llegar siempre al mismo punto

Y hete aquí que el destino nos vuelve a obsequiar un insigne día de palos como los de antaño, con los sempiternos «autos» de la Audiencia Nacional, esos cheques para la charolada que sirven para tapar bocas y darle a eso del Plan Especial Norte aspecto de formalidad democrática. Militares con corbata. Total, otras 18 chavalas y chavales para la sombra, qué mas da. Aquí lo que importa es ese papel firmado por jueces miopes que estampan su firma a precio de saldo, como cuando los tribunales militares. Y no nos pongamos a hacer cábalas jurídicas, que si es por los homenajes (ongi-etorris los llaman, como a los zulos, como si no tuvieran traducción), que si es por la mani de enero... No perdamos medio segundo en dar pábulo a todos los meapilas que siguen enrocados en la cantinela de que esta es una democracia imperfecta (pero democracia a fin de cuentas). Porque hacer cábalas sobre los autos, esas invenciones burlescas de los matarifes de toda la vida es como discutir el porcentaje de pescado en ese engendro moderno llamado surimi para acabar por no distinguir la angulas de la gulas (a fin de cuentas, se tapa el sabor con mucho ajo y santas pascuas).

Evitemos lo rocambolesco del asunto, la exhibición inevitable de Patrols inundando nuestras aceras y policías de paisano con sus barrigas enormes y sus chalecos reflectantes paseándose de un lado a otro con cajas llenas de papeles cuyo único destino es algún contenedor en Madrid, y esos apretones de manos y palmadas en la espalda de sus primos los polis del Norte. Lo importante, ya se sabe, no es el meollo del asunto, sino el inventario de la derrota: 120 cajas, 23 ordenadores, 43 llaves USB y algún sacapuntas. Todo para organizar ongi-etorris, actividad tan dañina y perversa que ni siquiera tiene traducción, como los Akelarres. No mancillemos la lengua de Cervantes (o del Mío Cid) con palabras que en euskara, ¡oh milagro!, se entienden a la perfección.

Evitemos, digo, lo rocambolesco, porque nos lo sabemos de corrido y además no hace gracia. Ya nada hace gracia en esta pesadilla interminable que es España, ni siquiera las eses del su señoría el presidente, ni la papada de su señoría «jefe de la oposición», nuestro viejo amigo galoso cuyo nombre prefiero no recordar. Porque lo que yo sentía ayer en toda la avalancha de llamadas de espanto, de tweets, de palabras estupefactas, era el pesado aroma de la derrota. Y me preguntaba a mí mismo: ¿Cómo hace un país derrotado para afrontar la exigencia de que asuma su derrota cuando no le conceden el honor de haberse batido? ¿Cómo hace uno para reconocer que ha perdido cuando le prohíben decir que hubo batalla? Es la paradoja de ese país tramposo y conspirador llamado España, chapuceando en los meandros de la historia, con un ojo en la gloria de sus conquistas medievales y el otro en una Europa que, en el fondo, le queda tan cerca como Saturno.

Y nosotros en el medio, como un juguete roto en manos de un niño tonto y rabioso, empeñado en desmembrarnos y darnos cariñitos al mismo tiempo (yo soy vasco como el que más), tentándonos con trenes de alta velocidad y con balones de «la Roja».

Nuestro pueblo es como ese señor enterrado en la arena, con la marea que sube, preguntándose si podrá mover una mano o quizá un pie, y rogándole a Dios que le dé, una vez el mar lo haya sumergido, un enorme respiro salvador, una gigantesca bolsa de oxígeno venida del más allá (o el más acá, que está igual de lejos). No lo quería decir, porque soy ateo, pero: esperando un milagro.

¡Mirad a nuestros hermanos catalanes!, oigo de vez en cuando (es el hombre sumergido que ruega). Pero no es un problema de ceguera, ni de sordera, el que nos atañe, sino de sujeto. El problema es quién ha de mirar, y quién se niega a hacerlo. Me refiero, evidentemente, a nuestros amigos los católicos del PNV, que ya no guardan ni las apariencias. Ese partido definitivamente entregado a la derrota, ciertamente carente del más mínimo asomo de decencia, un partido anacrónico y desfasado, un partido oscuro y caído en la desilusión, sin ideas y sin principios. Un pseudopartido, en definitiva, sin otra cosa que la inercia de un pasado no tan brillante como ellos creen, que ha crecido a la sombra de sus hermanos los vascos malos y abandonado a la tarea de convertirse en dique contra el sentimiento y el anhelo (la urgencia, a estas alturas) de soberanía de este pueblo. Un partido cuya única aportación estos últimos diez años ha sido dos (2) eslogans en inglés, que es un idioma como otro cualquiera pero que ellos, con gran espíritu aldeano, consideran moderno. No hay mejor manera para conocer lo que es el PNV hoy que oír a su líder Urkullu gritando (es un decir) «I am basque» delante de una muchedumbre que no sabía si aplaudir o llamar a una ambulancia, porque era difícil discernir si el grito era una proclama o un lamento.

Todo lo que este pueblo nuestro tiene para reaccionar ante una atrocidad como la de anteayer es un señor del PNV vestido de traje (da igual cómo se llame -el señor y el traje-) repitiendo aquello de que el problema es ETA, o sea, dando brillo a esa espada cubierta de heces que es la Justicia española, y una marea de gente detrás de un plástico gritando con impotencia, una marea entre los que estarían los amigos de los detenidos, las madres, los hermanos, llenos de angustia y horror, pateando una vez más la calle con la sensación de que la vida empieza a ser un trompe l'oeil en el que uno camina para llegar siempre al mismo punto.

Y ahora, ¿qué hacemos?

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