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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006-05-28
Antton Morcillo - Licenciado en Historia
Ilegales

A finales de abril se cumplieron cuatro años de la primera operación garzoniana contra Batasuna, que vino a ser una especie de pistoletazo de salida hacia la ilegalización. Nos encontrábamos ­recordemos­ en el apogeo del aznarismo, en su momento más beligerante, intransigente y totalitario. Los herederos del franquismo creían que había llegado la hora de recuperar las concesiones de la transición, amparados, como estaban por una mayoría política obtenida en las urnas.

De pronto, a golpe de ley orgánica, el Gobierno del PP fue alterando cuestiones que durante veinte años habían pasado por ser cimientos del llamado Estado de Derecho, y dio forma a la ecuación hecho nacional vasco=ETA.

Hoy, aunque formalmente parezca una etapa superada por la política más aperturista de Zapatero, las consecuencias persisten en forma de leyes y procesos judiciales abiertos contra el independentismo. Por lo tanto, la ilegalización como estrategia sigue vigente, aunque no tan bestial, en la medida en que ha pasado de ser arma de acoso y derribo contra la izquierda abertzale a baza negociadora del Gobierno en el proceso político en ciernes. Todo ha valido y se ha justificado para frenar al independentismo vasco en su expansión social e institucional.

A estas alturas se ha escrito mucho sobre la vulneración de derechos que implican los sumarios abiertos en la Audiencia Nacional, o la existencia de la Ley de Partidos como aberración jurídica predemocrática; sin embargo, a los españoles parece que les importa poco tener la peor calidad democrática de Europa, al menos mientras ello no deteriore su imagen exterior.

Pero más visible que el entramado jurídico que sostiene el apartheid son sus consecuencias, muy diferentes a las previstas por los estrategas del Estado y de los partidos políticos.

La foto que dejaron las elecciones autonómicas del 2001 fue interpretada por unos y otros como el marco ideal para la ofensiva final.

En primer lugar, el Gobierno español ­del PP pero con pleno apoyo del PSOE­, vislumbró la posibilidad de erosionar socialmente a la izquierda abertzale a través de un proceso de atomización y marginación política, echándola de las instituciones y persiguiéndola policialmente en la calle. Creían que sin altavoces mediáticos, sin poder representar a la ciudadanía y sin dinero, comenzaría la desintegración de ese espacio político.

Esta hipótesis para nada era nueva. A decir verdad, existía el precedente de lo sucedido en la transición con las organizaciones antifranquistas opuestas a la reforma política, además de la propia experiencia del Pacto de Ajuria-Enea, con aquella famosa dualidad entre demócratas y violentos como fórmula maniquea que estigmatizaba todo lo que disgustaba al sistema.

Sin embargo, lo que cambiaba respecto a situaciones anteriores era el hecho de que en las elecciones del 2001 hubo un corrimiento importante de voto abertzale hacia opciones pragmáticas, con lo cual, aplicando convenientemente una política de tenaza, lo que había ocurrido una vez podría seguir pasando.

De esta manera, la tenaza de la ilegalización requería tanto una acción agresiva del Estado (expresada por Aznar como tolerancia cero hacia la izquierda abertzale) como un PNV más reivindicativo que canalizara a los descontentos y a los espantados del espacio independentista, o dicho de otra manera, Ley de Partidos y Plan Ibarretxe eran tan antagónicos como las dos caras de una misma moneda.

Así, en segundo lugar, en las filas del autonomismo, las del 2001 fueron unas elecciones trascendentales porque rompieron el tradicional equilibrio dentro del espacio abertzale y por primera vez, la aspiración hegemónica del PNV tomaba cuerpo. Intencionadamente o no, el PNV con su parte de la pinza pasó a conformar una comunidad de intereses con el Estado en la estrategia de la ilegalización.

En tercer lugar, dentro de la izquierda abertzale hubo quienes creyeron también que había llegado su momento. Conscientes de la tenaza que se cernía sobre el independentismo, partían de dos premisas, ambas erróneas: que la izquierda abertzale iba a quedar descabezada y desintegrada, y que el autonomismo convencional no podría canalizar a los sectores desgajados. Así las cosas, pusieron su granito de arena dando comienzo a la primera escisión en 25 años.

Hace ahora tres años que se celebraron las últimas elecciones municipales, cuya importancia histórica estriba en que fueron el banco de pruebas de la ilegalización. Todos pensaron que aquello era pan comido: el Gobierno, que la alta participación y el control judicial y policial le garantizaban cumplir con el trámite sin mayor desgaste y con normalidad; el PNV, que el previsible llamamiento abstencionista de Batasuna no iba a ser secundado. Aralar, en cambio, creyó que con solo presentar listas garantizaba el desplazamiento de voto en los pueblos, sobre todo allí donde el PNV no existía o era tan rancio como UPN o PP.

Lo que nadie calculó es que la izquierda abertzale si se iba a presentar a las elecciones aunque quedase excluida del cómputo final. Era una opción arriesgada, máxime en unas elecciones tan poco ideológicas como las municipales, aunque a la postre este flanco, débil a priori, fuera en realidad la clave de bóveda de la iniciativa librada pueblo a pueblo por las plataformas locales.

Hoy nadie cuestiona el éxito de los resultados obtenidos y de los efectos inmediatos y a medio plazo. Para empezar, lo que debía ser puntilla para el independentismo pasó a ser punto de inflexión hacia el fracaso de la ilegalización.

Desde entonces, aunque los ayuntamientos hayan seguido con su funcionamiento rutinario, el vacío dejado por la izquierda abertzale no lo llena nadie. El Gobierno español pretende hacer de la injusticia moneda de cambio negociadora, aunque poco valor tendrá conforme la fecha electoral se vaya acercando y sea cada vez más difícil cerrar el paso a las candidaturas independentistas en los pueblos.

Zapatero no tiene muchas opciones en este tema: o da un entierro digno a la estrategia de ilegalización, ahora que todavía puede, o el acta de defunción lo irán firmando pueblo a pueblo los miles de ciudadanos y ciudadanas que votarán a la izquierda abertzale en las municipales del año que viene. Tiempo al tiempo. -


 
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