En agosto de 2004, el semanario estadounidense “Newsweek” revelaba que un informe de 1991 del Departamento estadounidense de Defensa desclasificado por aquellas fechas vinculaba a Alvaro Uribe Vélez con el cartel del narcotráfico de Medellín. El informe del Pentágono, una lista de más de 100 personas a las que vinculaba con la organización, describía al reelegido presidente como un «político colombiano y senador dedicado a colaborar con el cartel de Medellín a los más altos niveles gubernamentales». La relación con el narcotráfico le venía de familia. Fabio Castillo, en su libro ‘Los jinetes de cocaína’ relata cómo el padre de Uribe, Alvaro Uribe Sierra, era un conocido narcotraficante que fue arrestado una vez para ser extradidato a EEUU pero que Jesús Aristizabal, entonces secretario de Gobierno en Medellín, logró liberarlo. Uribe Sierra murió en una acción de la guerrilla.
El informe sobre el oscuro pasado de Uribe no volvió a mencionarse en los canales informativos convencionales. Hoy se presenta al mandatrio como un hombre «conservador, trabajador y autoritario», y como el primer presidente colombiano en acceder a un segundo mandato en más de un siglo, aunque para ello tuvo que modificar la Constitución para poder presentarse.
Uribe trata de cultivar una imagen de hombre piadoso y de paladín de la lucha contra la corrupción y el narcotráfico, pero los lazos documentados con los paramilitares y el narcotráfico, que viene de lejos, le delatan.
Alvaro Uribe llegó el 7 de agosto de 2002 a la sede presidencial de Palacio Nariño, para iniciar su primer mandato, con la única idea de derrotar a las guerrillas colombiana, especialmente a las FARC. Cuatro años después, sin embargo, no ha podido cumplir con su promesa pese al gigantesco apoyo de EEUU y, por el contrario, ha hundido al país en su política de guerra y en la pobreza extrema, pese a que los índices macroeconómicos digan que la economía colombiana creció un 5% en 2005.
No obstante, sí ha cumplido a lo largo de sus primeros cuatro años de mandato con el lema que llegó a Nariño: «Mano firme y corazón grande». Sus palabras se plasmaron en una intensificación de la estrategia de «genocidio sostenido» por el Estado colombiano contra todo tipo de disidencia «mano dura». El candidato presidencial Carlos Gaviria afirmaba en una esntrevista publicada en la pasada semana en GARA que «contradecir las tesis del presidente es arriesgado». Mientras que su «corazón grande» se confirmaba en su intendo de legimitar aún más a los paramilitares con su llamado plan de «desmovilización».
No es muy complicado imaginar cómo serán los próximos cuatro años de su mandato y, para ello, nada mejor que observar, aunque sea muy por encima, lo que han sido los pasados cuatro años.
En el libro ‘Desde Colombia pedimos justicia. Llamado al mundo contra ritos de crímenes e impunidad’ firmado por 15 organizaciones del Estado español y una irlandesa y publicado en 2004, se recoge la «consolidación», bajo el régimen de Uribe, de la estrategia paramilitar y la impunidad que rodea a los crímenes. «Las desapariciones forzadas y los asesinatos de opositores sociales, de sindicalistas, de campesinos, de dirigentes políticos y de activistas de Derechos Humanos no cesan», subrayan.
La denuncia de esas organizaciones en relación a los paramilitares señalaban que las negociaciones mantenidas entonces sólo sirven «para obtener inmunidad tras su aparente desmovilización», se vieron confirmadas, una vez más, la pasada semana, con las denuncias que llegaban desde los suburbios del sur de Bogotá y la campaña de terror lanzada por los paracos, como parte de la campaña electoral de Uribe. En la miserable barriada Ciudad Bolivar, los paracos advirtieron a los pobladores que si «aparecía un solo voto a la izquierda el domingo lo pagarán caro».
Uribe siempre ha sido el candidato de los paramilitares, también en estas elecciones, y así lo hizo saber mediante un comunicado, titulado «Colombia libre de comunistas», en el que el grupo ‘Brazo Armado de las Ex-AUC’ le manifestaba su apoyo «incondicional».
A los colombianos les esperan otros cuatro duros años de «seguridad democrática», que es como llama Uribe a la guerra, un futuro poco halagüeño de no cambiar el rumbo de su poítica, que no es probable porque EEUU sólo le quiere para la guerra. -
J.M. URIBARRI