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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006-05-30
Jon Mirena Landa Gorostiza (*)
Derecho penal y derechos humanos: ¿amenazas terroristas?

Cuando en nuestra sociedad se hace referencia a los derechos humanos como referente y principio de actuación de los ciudadanos y de los poderes públicos, no siempre se identifican éstos de forma automática y espontánea con las garantías y principios inherentes a la Justicia Penal. Estar a favor de los derechos humanos y, más concretamente, a favor de los derechos fundamentales, significa, sin embargo, tomarse en serio los modos y formas según los cuales en cualquier Estado ­máxime si éste se autoproclama como «democrático, social y de Derecho» (art. 1 de la Constitución Española, 1978)­ puede legítimamente decidirse que un ciudadano vea restringido su estatus de libertad por haber cometido (o ser sospechoso de haber cometido) una conducta delictiva.

La doble potestad del Estado, en primer lugar, para definir (derecho penal sustantivo) dónde se encuentra la barrera de lo que es delito y lo que es libre ejercicio de los derechos fundamentales y, en segundo lugar, para dar por probado que el delito ha sido efectivamente cometido por una persona concreta (derecho procesal penal), no es cualquier cosa. Es el núcleo mismo en el que se juega la articulación del poder punitivo del Estado de conformidad ­o en contradicción­ con los estándares de protección de los derechos humanos incorporados, por cierto, a los tratados internacionales más relevantes como patrimonio irrenunciable y signo de identidad para cualquier estado que se preten- da de libertades en el mundo del siglo XXI.

La pregunta, en definitiva, de si la Justicia Penal parte de un marco de definición de delitos suficientemente precisos (principio de legalidad); la pregunta de si la definición del delito no irrumpe en la libertad ideológica y de expresión; la pregunta de si la forma de practicar la prueba acredita suficientemente que lo definido en abstracto es realmente lo que se materializó como forma de actuación delictiva y que además lo hizo la persona a quien se le acusa (garantías procesal-penales) no son una cuestión menor: son preguntas que atañen al centro mismo de los derechos humanos de primera generación, a los derechos civiles y políticos. Son preguntas que deberían estar respondidas sin sombra de sospecha, porque la sospecha sería, de lo contrario, la de si estamos respetando ­y en qué grado­ los derechos humanos de todos nosotros en la articulación del poder político.

La ampliación del auto dictado por el Juzgado Central de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional que imputa a varios dirigentes de la izquierda abertzale un delito de amenazas terroristas se coloca precisamente en el terreno crítico de si las palabras delinquen. Porque si las palabras, la mera y nuda opinión, son delito, no hay Estado de Derecho ni democrático. La máxima de que el pensamiento ­o su expresión­ no delinque acompaña a la cultura de las garantías jurídico-penales desde la Ilustración y está tan en el corazón de lo que hoy son los derechos humanos que su lesión o relativización pone a dicha cultura en peligro de muerte. Así de grave es la cuestión.

Y porque es tan grave, la amenaza en un Estado de Derecho debe gozar de cierta dosis de concreción para poder ser considerada delito: sólo si la amenaza es concreta y concretable, sólo si quien amenaza tiene en su mano la capacidad real de llevar a cabo el mal que esgrime, sólo cuando es expresa y objetivamente creíble se pasa el umbral a par- tir del cual las palabras son un delito. No vale la amenaza general. Y esto en términos jurídico-penales es fundamentalmente contextual. Y ahí está el problema. La versión forense de que «todo es ETA» dibuja un contexto en que todo es interpretable como funcional a la organización terrorista y las posibilidades de limitar los derechos fundamentales se multiplican hasta invadir su materia esencial. La raíz del problema es haber definido la normativa antiterrorista más allá de lo exigible según los estándares internacionales vigentes y consolidados en nuestro ámbito de cultura europea y, además, en una segunda vuelta de tuerca, hacer una interpretación de dicha normativa aún más expansiva. Este es el presupuesto, lo demás son consecuencias.

Pero, al margen de este caso en concreto, o incluso de la materia antiterrorista en que sitúo esta reflexión, lo señalado coloca el conjunto del edificio del derecho penal y, en consecuencia, coloca a los derechos humanos al borde del abismo.

Al margen de la coyuntura y esperanza que vive la sociedad vasca ­pero también precisamente por ello­, es momento de hacer una seria reflexión que lleve a corregir excesos de política antiterrorista para devolverla a los cauces de los que nunca debió haber salido. Y eso, no la aplicación de las leyes vigentes, sí que está en la mano del poder ejecutivo actual.

De lo contrario ­hoy en estas materias pero quizás mañana en otros ámbitos­ acabaremos pagándolo todos con la reducción inaceptable de nuestros ámbitos de libertad. -

(*) Director de Derechos Humanos y profesor titularde Derecho Penal de la UPV-EHU


 
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