Félix IBARRONDO | Compositor
«Mi música es de aquí porque yo soy de aquí y mi cultura también»
Félix Ibarrondo, oriundo de Oñati, es una figura principal en la vida musical de Euskal Herria, a pesar de llevar cuarenta años viviendo en París. Muy comprometido con las corrientes musicales de vanguardia, en «Zortziko-Dantza» vuelve a mezclar elementos del folklore vasco con los sonidos propios de las músicas más arriesgadas.
La nueva obra de Félix Ibarrondo, “Zortziko-Dantza”,
será la protagonista del último de los conciertos de abono de la Bilbao Orkestra
Sinfonikoa por esta temporada, junto con los dos autores que han vertebrado la
programación en lo que va de año: Juan Crisóstomo Arriaga y Mozart.
¿Cómo surge y qué objetivos se planteó a la hora componer «Zortziko-Dantza»?
Cuando un compositor escribe música, normalmente no lo hace pensando en un objetivo, en una meta que quiere alcanzar, sino que, sencillamente, la música surge de su interior. Pero sí es cierto que a esta inspiración hay que darle una dirección. En “Zortziko-Dantza” me he arriesgado con algo que no había probado nunca antes: aplicar un ritmo de cinco por ocho constante desde el primer hasta el último compás. La idea proviene de un fragmento de una obra que escribí hace cinco o seis años para el quinto centenario de Arantzazu, “Zuk zer dezu?”, un oratorio con coros y orquesta que resumía la historia del santuario, y que me hizo plantearme el escribir una obra basada en el zortziko, pero sólo para orquesta y manteniendo un ritmo imperturbable de principio a fin, como ocurre, por ejemplo, en el “Bolero” de Maurice Ravel.
¿Tiene algo que ver con la música repetitiva o el minimalismo?
¡No, no, no! ¡Por favor! No tiene nada que ver con la música repetitiva. El ritmo se mantiene, pero el sonido va mutando constatemente. De hecho, diría que no hay una sola nota que se repita en toda la pieza.
¿Qué lugar ocupa esta nueva obra dentro de su producción sinfónica? Pues se puede decir que es algo completamente
opuesto a lo que he hecho siempre, porque mi música se caracteriza por renovarse
rítmicamente a cada momento. Para mí, “Zortziko-Dantza” ha sido casi como una
apuesta, en la que he tenido que replantearme, por ejemplo, cómo mantener la
tensión durante los diez minutos que dura la pieza.
«Zortziko-Dantza» parece entroncarse con otras obras anteriores, como «Irrintz» o «Lorekantak», desde el punto en que hacen referencia a sonidos propios del imaginario vasco. A pesar de llevar tantos años residiendo en París, ¿por qué esta vuelta constante al imaginario sonoro de Euskal Herria? La respuesta es muy sencilla: es que yo soy de
aquí, mi cultura es la de aquí, y, por conclusión, mi música es también de donde
yo soy. Aunque lleve cuarenta años viviendo en París, eso ha sido así toda mi
vida y seguirá siéndolo en el futuro. Pero se trata de una constancia en el ser,
no en el aspecto superficial. Mi música no tiene por qué plantear una referencia
explícita a la cultura vasca para seguir siendo parte de ella.
¿Y cómo se logra entonces esa identificación cultural, esa «cualidad vasca»?
Eso es algo que está implícito en mí; no existe un método o una filosofía preestablecida para obtenerlo. Tampoco sé si se puede expresar con palabras. Se dice de mi música que es muy geológica, muy de la tierra, cercana a las fuerzas de la naturaleza...
En efecto, es habitual leer que su música refleja los contrastes abruptos del paisaje de Euskal Herria...
Eso lo dicen los musicólogos, pero yo no lo diría nunca, porque no me interesa una música así. La música es, en definitiva, la expresión de un hombre en su concreción e individualidad. Crear consiste en buscar en lo más hondo de uno mismo su expresión personal, y palabras como ésas sólo pueden servir para explicar lo que no es más que superficie en mi música.
Muchas generaciones de compositores vascos, comenzando por Arriaga y terminando con Lazkano, han estudiado en París e incluso han acabado estableciéndose allí, como usted mismo. ¿Por qué ejerce la capital francesa esa fascinación sobre los compositores vascos? La verdad es que, cuando fui yo, nadie iba ya a
París. Sólo Luis de Pablo había estado un poco antes allí. Esa corriente que
había unido a las músicas de España y Francia se había roto, y prácticamente no
había compositores de aquí estudiando o viviendo allí. Tuvieron que pasar
bastantes años hasta que se reestableció ese parentesco, que es inevitable
porque, en el fondo, compartimos con Francia una cierta cultura latina, una
tradición que no tiene nada que ver con la cultura germánica. Tenemos toda una
serie de afinidades profundas con el espíritu del pueblo francés.
Y, en el campo de la música, ¿en qué aspectos se evidencian esas afinidades?
Pues, por ejemplo, nosotros tenemos un sentido del sonido y del tratamiento de la orquesta más próximo al espíritu francés que al alemán, que es menos refinado, más tradicional. Tampoco veo en nuestra música una influencia muy grande del pensamiento serial, que nace con Schoenberg. En nuestra forma de concebir y utilizar la técnica también estamos más próximos a los franceses que a los alemanes.
Sin embargo, usted, cuando llegó a París, comenzó a estudiar con un discípulo directo de Schoenberg: Max Deutsch; pero también con el adversario musical de éste, Henri Dutilleux, un compositor prototípicamente francés. ¿Cómo concilió estas dos escuelas tan distintas?
Mis relaciones con Deutsch, con Dutilleux y con Maurice Ohana supusieron un enriquecimiento muy grande en un momento en que yo todavía estaba formándome. En esos momentos es importante conocer a gente muy diversa, porque eso ayuda a ampliar tus horizontes creativos. Es vital no quedarte con una sola opción, sino conocer todo el abanico de posibilidades, todo el espectro de colores del arco iris. Yo tuve esa oportunidad en París, y para mí fue una experiencia esencial, porque además llegué a tener muy buena relación con todos ellos y a conocerles bien.
Aunque no conozco la totalidad de su obra, siempre he tenido la impresión de que el suyo es un mundo sonoro altamente particular. Me cuesta encontrar correlaciones con la música de Deutsch o de Dutilleux. Claro, es que no tiene nada que ver con nadie.
¡Nada que ver! Ni con Deutsch y Schoenberg, ni con Ohana y Dutilleux, que son
como son cada uno de ellos. Pero mi música es completamente distinta. Los
animales lo digieren todo inconscientemente, y, como son animales, hacen lo que
hacen a pesar de no saber por qué lo hacen. Yo no pienso en lo que he aprendido.
Nunca he pensado en eso. Tan sólo he ido haciendo lo que debía en cada momento,
sin detenerme a considerar si es lo que me enseñaron o no. Supongo que todo
creador es un crisol de influencias muy diversas, pero el paso decisivo se da
cuando uno vuelve la mirada a su interior y comienza a buscar su camino
particular.
A lo largo de su carrera ha mostrado reiteradamente una gran preocupación por el conflicto político vasco, mediante obras con títulos tan significativos como «Odolez», «Cibillak» o «Pakeruntz».
Sí, pero el título es una consecuencia que viene después de la música. Gran parte de mi obra es enérgica, fuerte, incluso violenta, pero hay otra parte de mi música que es completamente lo contrario y que yo admiro más todavía. No establezco criterios a priori cuando hago mi música, no parto de un clima preestablecido. Hago lo que siento en ese momento, y luego es la propia obra la que se desencadena y se pone en relación con la realidad cotidiana.
De todas formas, ¿cómo ve los nuevos horizontes que parecen vislumbrarse con la tregua que vivimos?
La música es un buen instrumento para transmitir esperanza. Y a este país, que visto desde el extrajero muestra un estado de salud tan soberbio en muchos aspectos, le hace falta mucha esperanza para terminar con la violencia, mediante el diálogo o como sea necesario. Y que se apacigüe todo, tanto por una parte como por la otra.
Y, en cuanto a la música de creación vasca, ¿cómo ve su estado de salud?
En Euskadi hay muchos compositores estupendos a los que no se les hace suficiente caso. Hay que apoyarles, y hay que transmitir a la sociedad que esa realidad existe. Tenemos una pléyade de compositores, quizá diez o doce, que están entre lo mejor que existe y que son muy respetados en Europa. Pero la gente desconoce completamente ese potosí que se esconde entre nosotros, esa grandeza artística que surge de aquí. Pero Euskadi es un país que, por desgracia, vive hipnotizado por el deporte y por toda esa cultura superficial sin ningún valor.
El pasado lunes murió Ligeti. Muchos le consideraban el mayor compositor del último cuarto de siglo. ¿Llegó a conocerlo?
Le he visto muchas veces pero personalmente no llegué a conocerlo. Ligeti fue una figura muy importante en el sentido de que no se dejó encadenar nunca por ninguna corriente. Fue un artista íntegro que tuvo el valor de seguir el camino que necesitaba en cada momento, aunque esto le valiese muchas críticas. Dio muchas vueltas inesperadas, realizando cambios muy radicales en su lenguaje, pero siempre motivados por sus necesidades como artista. Fue sin duda un grandísimo compositor.
¿Con la muerte de Ligeti, y las de Berio o Xenakis en los útimos años, parece que van desapareciendo los grandes gurús musicales de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, no parece que sus figuras se vean relevadas por otras que sirven de faro a la creación actual, que es más heterogénea que nunca en la historia. ¿Hacia dónde se dirige la música contemporánea?
Hoy en día la música, siguiendo el ejemplo de la sociedad y de la política, tiende hacia el universalismo. Consecuencia de esto es que hay tantas tendencias como artistas. Eso es una gran riqueza, pero al mismo tiempo conforma un paisaje mucho más difícil de asumir. Por otra parte, el capita- lismo está matando todos los ideales de vanguardia que hemos tenido las generaciones anteriores. La situación ahora es realmente difícil. Sinceramente, yo me alegro de tener mi edad y haber participado del momento histórico que me tocó vivir. El de hoy es otro mundo muy distinto. -
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