Carlo Frabetti - Matemático y escritor
Nacionalismo pelotero
En mi juventud, un tío mío, general de Aviación y héroe de la II Guerra Mundial, me dijo: «Italia es la primera potencia deportiva del mundo, y además es la capital universal del arte y de la religión, por no hablar de la gastronomía y el turismo. En todo lo que realmente importa, somos los primeros; debes sentirte muy afortunado y muy orgulloso de ser italiano».
Entonces no supe qué contestarle, o no me atreví. Ahora le diría que me siento afortunado, sí, de ser italiano (nacer en uno de los países más ricos del mundo es una suerte, qué duda cabe), pero no orgulloso; en primer lugar, porque el Papa, la pizza y el Inter no me parecen grandes motivos de orgullo; y, sobre todo, porque el orgullo nacional solo es comprensible y lícito cuando alguien niega, atropella o desprecia tu identidad y tu cultura, es decir, cuando es un orgullo defensivo y no ofensivo (por eso hay un «orgullo gay» y no un «orgullo heterosexual»). Ahora le diría algo así a mi tío el general, y él se pondría furioso y me llamaría «intelectual amariconado» o «rojo de mierda».
Mi tío era amigo de Giorgio Almirante y participó en al menos un intento de golpe de estado. Mi tío era un fascista, en el más literal sentido del término, y como todos los fascistas (al menos los italianos, es decir, los literales) era un gran amante del deporte. Eso no significa, obviamente, que todos los amantes del deporte sean fascistas; pero quienes ven en el deporte agonístico una vía de realización personal y colectiva, e incluso una forma de exaltación nacional, tienen, cuando menos, un peligroso ramalazo. Y son millones.
No es casual que el fútbol tenga seguidores tan execrables como los vándálicos hooligans o las sanguinarias bandas de hinchas de extrema derecha: no son sino la punta de lanza de una muy difundida y muy preocupante belicosidad social que encuentra en el deporte competitivo su metáfora perfecta, del mismo modo que la violencia de género (la que llega a los tribunales y a los medios de comunicación) no es sino el síntoma más visible y repugnante de un machismo endémico. No es casual que el lema de la patética hinchada española, durante los recientes mundiales, fuera «A por ellos», un grito de guerra y de agresión. Y no es una redundancia: la guerra y la agresión no son necesariamente lo mismo. Hay guerras defensivas, guerras de liberación. Y hay guerras ofensivas, guerras de invasión y conquista, es decir, de expolio y exterminio. O en una misma guerra hay agresores y defensores, como en el caso de Israel y Palestina, de Estados Unidos e Iraq...
Pero en la guerra deportiva, en el deporte agonístico, solo hay agresores, pues la derrota del adversario no es un medio, sino un fin en sí misma. Lo único que se pretende es demostrar la propia superioridad, convertir en rito colectivo, masivo, la agresividad característica de nuestra desdichada sociedad competitiva. Y el poder, en un alarde de hipocresía y demagogia, a la vez que persigue el nacionalismo liberador (el de quienes luchan por su inalienable derecho a la autodeterminación), fomenta sin cesar, mediante la promoción del deporte agonístico, el patrioterismo más belicoso y chovinista, el nacionalismo neurótico de quienes quieren sentirse vencedores, es decir, superiores a los demás.
Mi tío el general, el golpista, el fascista, murió hace mucho; pero sé lo que me habría dicho, al terminar el partido, si hubiera visto la reciente final del mundial de fútbol: «¿Lo ves? Seguimos siendo los mejores. ¿No estás orgulloso de ser italiano?».
Pues no, no estoy orgulloso, sino más bien lo contrario: me avergüenzo de que en mi país el fútbol y el deporte agonístico en general sea tan importante como para que le dediquen los ingentes recursos materiales y humanos que requiere estar entre los mejores del mundo; me avergüenzo de que, semana tras semana, millones de italianos supuestamente adultos se enardezcan hasta el delirio viendo a una pandilla (mejor dicho, dos pandillas) de descerebrados disputándose una pelota como si les fuera en ello la vida; me avergüenzo de que en los principales medios de comunicación se conceda más espacio al fútbol que a la cultura...
También sé lo que habría dicho mi tío, de haber podido ver la reciente final del mundial de fútbol, al comienzo del partido: «¿Ese es el equipo de Francia? habría exclamado con una mezcla de estupor y desprecio.¡Pero si son todos negros!». -
|