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Gara > Idatzia > Iritzia > Kolaborazioak 2006-08-04
Gabriel Mª Otalora
30 de julio de 1936

A veces la verdad necesita muchos años para volver al lugar que le corresponde en la historia. Es el caso del genocidio franquista al pueblo vasco, que mató a tantos inocentes, manchando su memoria para ocultar tanta vileza. El bombardeo de Gernika ha sido el más universal de los que padecimos y, para colmo, el Gobierno Vasco fue acusado del mismo. Gracias a un reportero sudafricano llamado George Steer la verdad no pudo ocultarse ni la difamación aguantó mucho tiempo aunque algunos siguen repitiendo su mentira asesina.

La matanza de civiles aquel 26 de abril de 1937 en nombre del nacional-catolicismo hizo que los principales intelectuales católicos europeos como Maritain, Mounier, Marcel y otros reaccionasen enérgicamente con el manifiesto ‘‘Pour le peuple basque’’. Sin embargo, aquel genocidio no puede ocultar otros hechos denigrantes algo anteriores en el tiempo, y de los que ahora conmemoramos el setenta aniversario, en el Año de la Memoria Histórica. Hace pocos días recordábamos el bombardeo de Otxandio, el primero que perpetraron las fuerzas fascistas en toda la Península. El 30 de julio de 1936 se produjo el primer fusilamiento de civiles entre nosotros.

En cuanto a la matanza de Otxandio, así la cuenta una testigo que logró sobrevivir a las bombas: «Era el cuarto día del levantamiento militar franquista. Estando el pueblo en plenas fiestas de la Patrona, volaron sobre él a eso de las nueve de la mañana unos aviones a regular altura, más bien baja, ya que casi tocaban la torre de la iglesia. Dieron varias vueltas al pueblo. Los pilotos saludaban con las manos a la gente que absorta les contemplaba y aclamaba.

De pronto, los aviones lanzaron unos objetos que brillaban al sol y al instante se escucharon fuertes explosiones. Desorientados, algunos se refugiaron bajo los arcos del Ayuntamiento. Arreciaban las explosiones. Cuando se alejaron los aviones, pasamos por el lugar del bombardeo. Sin poder reconocer a los familiares, muy desfigurados, vimos muertos aplastados contra la pared, algunos cortados por la cintura, otros sin cabeza».

La gente de Otxandio no sabía nada de la guerra. Las víctimas murieron saludando a los aviones que venían de la base militar de Recajo (La Rioja).

Pocos días después, el 30 de julio de 1936, «Esteban Elguezabal y José Cortabarría subieron al Gorbea con ánimo de pasar en el monte los días festivos domingo y lunes, pues el 31 era San Ignacio. ‘En nuestro paseo, al acercarnos al Berretín (aclaro que es un monte del macizo del Gorbea) vimos que unos requetés se dirigían hacia nosotros, pero ni se nos pasó por la cabeza huir, cosa muy fácil en aquél momento. Nos detuvieron, con gran sorpresa nuestra, y nos condujeron a Vitoria como presuntos espías’.

Primitivo Estavillo fue sorprendido en un lugar cercano. Me avisaron oficialmente y les encontré a los tres en la cárcel incomunicados en celdas diferentes. Cuatro días estuvieron detenidos. La noche que precedió a la ejecución la pasaron conmigo y otros dos sacerdotes, todos juntos en la misma habitación. A las cuatro de la madrugada celebré la misa en un altar improvisado, en la que comulgaron. El camino en el autobús hacia el lugar del fusilamiento fue el horror del que se dirige hacia su propia destrucción, inmediata, definitiva, el apogeo de la imaginación desatada que se apodera de su víctima y le ahoga hasta la asfixia. Sobre todo cuando se detiene el autobús.

Ya hemos llegado. Estamos frente a las tapias del cementerio. Hace frío. Está amaneciendo. A media luz, se distingue la mancha oscura del piquete que espera, a las órdenes de un teniente, el momento de la ejecución. Caminamos hacia el muro en el que están adosadas tres sillas. Cortabarría, el más sereno, rechaza la silla. Quiere afrontar las balas de pie. También rechaza el pañuelo destinado al vendaje de los ojos. Los tres se plantan en fila paralela a la pared, Estavillo en el centro. Cruzan sus brazos sobre sus espaldas. Inmediatamente antes de la descarga, Cortabarría grita: ¡Gora Euskadi Askatuta! Y los otros dos, y el teniente que estaba a mi lado, contestaron enérgicos: ¡Gora! El teniente se llamaba Echeverría.

El disparo simultáneo de seis fusiles en un instante arrasó la vida de aquellos jóvenes en flor. El teniente Echeverría se volvió a mí, y me dijo muy serio: ‘Si en estos momentos no les vamos a permitir lanzar un grito de rebeldía, ¡cuando!’ Los tres cayeron de espaldas, sin doblar las rodillas, sin soltar sus sendos crucifijos. La familia Estavillo se hizo cargo del cadáver de Primitivo. José Cortabarría y Esteban Elguezabal iban a ser inhumados en el panteón de Abaitua, relojero joyero. Pero el Gobernador militar retiró el permiso otorgado, y serán enterrados en la fosa común.

Al llegar de vuelta a mi habitación solitaria y silenciosa, mi emoción contenida estalla en un profundo llanto. En mis manos tengo la chamarra que me ha regalado Esteban Elguezabal, inmediatamente antes del fusilamiento. Estoy triste y detrás del negro telón de estas muertes, yo preveo terribles desgracias para este pueblo. Ojalá me equivoque. Y entre tanto, callar y hacer el mayor bien posible».

Hasta aquí el testimonio de uno de los tres sacerdotes presentes, el jesuita Alfonso Mª Moreno.

Setenta años no son nada, si no sirven para reflexionar sobre lo que el ser humano es capaz cuando desprecia violentamente la voluntad popular arrogándose un papel en la historia que no le corresponde. Quizá la principal lección de todo aquello que pasó es que, desde entonces, no hemos recuperado la paz en Euskadi. -


 
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