Nicola Lococo Cobo - Filósofo
¿Son los gordos gente a respetar?
Con el verano, ha llegado el sol, el buen tiempo, el asfixiante calor, las vacaciones, día de playa y, ¡cómo no!, un exacerbado culto al cuerpo que, si bien merecido lo tiene en mente sana, no así en esta podrida sociedad donde la estética se superpone a la ética, tanto o más que sobre el ser prevalece el estar y aparecer, sobre todo aparecer. Gimnasios, balnearios, productos de dietética y un sinfín de superchería bombardean con el apoyo de los medios nuestra ya de por sí frágil y acomplejada autoestima, con el único propósito de hacer su agosto a costa de nuestra probada ingenuidad, nuestro malestar psíquico e incluso nuestra salud. Y es que de un tiempo a esta parte la obesidad, la corpulencia o, si se prefiere, la voluptuosidad de las formas y carnes con las que revestimos nuestra personalidad son continuo blanco de un ávido mercado que, sin escrúpulos, no duda en hacer la vida insoportable a cuantos, por un motivo u otro, no comparten los parámetros físicos hoy impuestos y establecidos para las tallas que en serie fabrican las marcas de moda cuyo dictado ya nos viene dado y anunciado sin sonrojo por maniquíes esqueléticas. Así las cosas, uno llega a cuestionarse si las personas gordas tienen cabida en nuestra opulenta y viciada sociedad, y si se les debe respetar entre nosotros su actual condición y circunstancia.La cuestión entonces es «¿son los gordos gente a respetar?». Por supuesto, habrá avezados moralistas, turistas domingueros de la eticidad que, armados con sus sacrosantos principios teológico-metafísicos anclados en el uso y la costumbre, me indiquen que, por supuesto, debemos respetar a los gordos, por cuanto son personas humanas, criaturas de Dios, sujetos de derecho y con carta de ciudadanía, bla, bla, bla. Pero yo no voy a eso. Yo pregunto si los gordos, en cuanto gordos, son gente respetable en su gordura. Y aquí debo decir que de lo que se trata, por un lado, es de saber si la obesidad es un vicio, un defecto, una enfermedad o acaso un modo más de ser que el cuerpo humano puede adoptar en un momento dado, o de por vida, sin mayor apreciación. Y, por otro, hemos de profundizar en nuestra noción de respeto, pues a lo mejor nuestro concepto de respetar a los demás se queda corto con el mero hecho de dejar en paz, y se deba ir mucho más allá. Empecemos, pues, por despejar la cuestión del estatus formal que hemos de dar a la obesidad para, acto seguido, reflexionar sobre cómo y en qué medida se ha de respetar a cuantas personas participan de la misma. Aparte de la Maja vestida y la Maja desnuda que hay en El Prado, hay dos obras paralelas llamadas La Monstrua vestida y la Monstrua desnuda del pintor de corte Carreño, del siglo XVIII, que representa a una niña ciertamente gorda y grande para su edad, pero en modo alguno, monstruosa. Hoy sabemos que la niña se llamaba Fulgencia Martínez y que padecía una extraña enfermedad conocida como síndrome Brader-Willi, que es hereditaria. Su aspecto deforme era en verdad monstruoso, pero no la gordura, pues en siglos precedentes y años posteriores, como lo atestiguan las rollizas Tres gracias de Rubens, las gentes de toda clase y condición rendían honores a la voluptuosidad de las carnes, verdaderas curvas de la felicidad que mostraban al mundo la vitalidad, alegría, salud y bonanza en la que fluían sus vidas, y así, reyes, validos, obispos, generales, alcaldes, políticos, banqueros, etc, no tenían el menor sonrojo de retratarse tal cual eran con sus enormes barrigas, hasta el cuello abotonados y sus enormes papadas que de sus barbillas colgaban... Todo lo contrario de hoy en día, donde la gordura, además de remitir al tradicional pecado y vicio de la gula, se relaciona con toda clase de enfermedades cardiovasculares, malos hábitos alimenticios y bajo estrato cultural y social, como le ocurre al tabaco. Pocas son las excepciones en nuestro tiempo en las que la opulencia no se oculte y se muestre con dignidad: Salvo Caballé y Pavarotti, pocos artistas y políticos se dejan ver en su enormidad. Y menos aún son los creadores que, como Botero, se atreven ya a ver en ello belleza, o siquiera motivo artístico de representación. Esta moda anoréxica, que para nada es natural, está creando una presión física, social, y psicológica contra una multitud de gente que se ve indefensa e incapaz, ante tan artificial circunstancia adversa, y cuya única opción es ocultarse de las miradas obscenas como el elefante que se esconde detrás de una margarita. Sin embargo, indistintamente de la positiva o negativa actitud que históricamente cada tiempo haya tenido para con la obesidad relativa de cada cual, ni antes ni ahora se cae en la cuenta de que la delgadez o corpulencia de un organismo puede no tener que ver con el pecado de la gula, ni con su posición social, ni con el riesgo de padecer ciertas enfermedades... Es posible que el grado de obesidad de cada cual sea más un asunto genético que un aspecto social, o individual, como pueden serlo el color de ojos, la estatura, la formación ósea, etc. Desde esta otra perspectiva, hacia donde apuntan los recientes estudios genéticos, cabría albergar la esperanza de que dejásemos de agobiar de forma sistemática a las personas gordas de nuestro entorno, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, familiares... y de que los medios de comunicación zanjasen su bombardeo continuo de modas, reproches y auténtica campaña de acoso social al que tienen sometido a este colectivo, que ni escondido en su casa puede vivir en paz, a salvo de nuestra crueldad... Y digo con prudencia cabría esperar, porque mucho me temo que pasarán lustros y decenios, pues, aún después de haber educado a las masas en el conocimiento científico antedicho, seguramente no se curará de la noche a la mañana la mala costumbre que tenemos de reírnos de los demás y ver la paja en el ojo ajeno, y así seguiremos haciendo la vida imposible a gafosos, cojos, mancos, sordomudos, deficientes mentales, mongólicos, enanos, gigantes, tartamudos y todos cuantos pudiéramos padecer un defecto o una desgracia, aún cuando ésta no lo sea, como puede ser el caso de la obesidad, salvo por que los demás convierten dicho modo de ser en algo vergonzoso e insoportable. Con todo, es de suponer que en la media que la gente vaya percibiendo la obesidad como algo hereditario y, por ende, arbitrario y azaroso, la sociedad sea más indulgente con las personas gordas por cuanto pueden verse afectadas, de modo que con el tiempo su realidad sea tolerada e incluso se respete la gordura como un modo más que tiene el cuerpo humano de darse entre nosotros... Pero el respeto del que aquí nos ocupamos, y que aquí nos interesa, no es aquél que se limita a tolerar la gordura o a sencillamente permitirla como una opción de la esfera individual, sino que respetar a las personas gordas habría de equivaler a hacer ropa en serie de su talla, asientos en el transporte público adecuados a su anchura y corpulencia, programas y series de televisión donde aparezcan como protagonistas sin el estereotipo al que nos tienen acostumbrados del gordo despreocupado y feliz, escaparates con maniquíes representativos de su realidad, etc. Es decir, respetar a las personas gordas no es sólo no meterse con ellas por ser gordos, o no reirse de ellos por su obesidad, pues ello sencillamente es una cuestión de civismo y humanidad que le debemos a la persona en cuanto tal. Respetar a la persona gorda supondría ampliar el estrecho concepto de respeto que abarca al de tolerancia, y aún al de no agresión, e introducir la noción de satisfacer sus específicas necesidades, retratarlos tal cual son, no privarles del acceso a cargos representativos por su imagen, y ahorrarles, por descontado, cuantas actitudes hostiles por parte de todos hoy son objeto. Es en este sentido que los gordos son gente a respetar, y no sólo en el que la moralina habitual pretende hacernos creer. -
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