UUn acto de maltrato es una agresión física o psicológica puntual de una persona sobre otra. Una persona maltratada, en cambio, es aquella que, simplemente, no sabe o no puede salir de una situación de permanente maltrato y que ha interiorizado ese rol de agente dominado. Este es el fenómeno que debía combatir la Ley de Protección integral contra la violencia de género (L.O. 1/2004) que entró en vigor en enero de 2005, pero se queda a medio camino. Además de carencias de personal y medios, se ha centrado en dar una respuesta parcial de naturaleza penal, incierta y tardía, a los maltratadotes, pero nada o muy poco ha hecho por las víctimas.
No sirve de nada convocar a sesudos especialistas a conferencias que tematizan a la mujer con sugerentes títulos, o establecer penas de prisión y medidas de alejamiento para hombres si luego las mujeres víctimas del maltrato solicitan un vis a vis íntimo con ellos en la cárcel. La delegada especial contra la violencia de género, Encarnación Orozco, admite que, pese a la Ley integral, hasta agosto de 2006 han sido asesinadas 51 mujeres en el Estado español, y que, ojo al dato, el 75% de las órdenes de alejamiento son incumplidas por las propias víctimas.
Hay que trabajar en la otra parte del binomio hombre-mujer, si queremos avanzar en una convivencia más justa, menos desequilibrada y menos agresiva para las mujeres. Sé bien que en este asunto no es políticamente correcto decir algunas cosas, pero no podemos seguir ignorando el hecho de que el papel ideológico patriarcal subsiste en la transmisión de símbolos que tanto el hombre dominante como una mujer dominada transmiten a sus hijos e hijas. La ley penal por sí sola no resuelve nada, si acaso lo pospone. Por eso es fundamental incidir en esta otra parte del binomio.
Así pues, tres de cada cuatro órdenes de alejamiento son incumplidas por mujeres que no saben, no quieren o no pueden liberarse de una dependencia psicológica, cultural, económica o social del maltratador. He ahí una ingente tarea del feminismo.
Porque el feminismo no puede reducirse a compartir el 50% de las tareas del hogar, sino que requiere en primer lugar implicarse en codecidir cuál es el 100% de decisiones y obligaciones de cuyo 50%, al menos, nos haremos cargo. Porque, por más que bienintencionados igualitarismos nos dijeran que hombres y mujeres somos iguales y que bastaba con la educación para que lo advirtiéramos, encontramos elocuentes ejemplos diarios de que eso no es cierto. Ni lo somos ni queremos serlo, sólo queremos tener los mismos derechos y las mismas oportunidades. Y cuando la premisa mayor falla, el resultado está a la vista.
El feminismo de la diferencia (V. Sendón, por ejemplo) hace tiempo que viene incidiendo, a mi juicio muy acertadamente, en que diferencia no quiere decir discriminación o desigualdad sino distinta identidad. Hombres y mujeres no sólo nacemos con diferencias físicas palpables sino, y por eso mismo, con modos distintos de entender y afrontar nuestra existencia fugaz por este mundo. Nuestra diferencia sexual nos marca. Ya está bien de que niñas de 12 años deban sentarse junto a compañeros de esa misma edad y muy distinta madurez sexual y psicológica. Y que mientras ellas tratan de adquirir los tediosos conocimientos a que obliga una cada vez mayor carga lectiva, ellos se dediquen a expresarles lo que sus hormonas demandan. Hay otros ámbitos de socialización como el patio, fin de semana, extraescolares, etc.
No hay por qué reclamar una promiscuidad sexual no deseada para ser «iguales» a ellos. Ni ellos deben «feminizar» su sexualidad por no herir los sentimientos de sus compañeras sexuales. Querer ser iguales en derechos y expectativas no significa querer «lo mismo» ni a costa de lo que sea. Ya está bien de «liberar» a quien se siente medianamente feliz cuidando a sus propios hijos para dejar la piel en una oficina copiando el modelo del macho triunfador. Que no todo el mundo tiene que ir a la universidad para ser útil y culto. Que tan importante como el qué es el cómo y que deberíamos intentar crecer juntos, si esa mixitud fuera posible.
No es posible avanzar si no avanzamos todas y todos a la vez. Eso significa interactuar no sólo en la implementación de tareas sino, lo más importante, en la redefinición de modelos complementarios desde la propia identidad sexual.
Así es que vamos a empezar por el principio. Quién ha dicho que dos mujeres o dos hombres tienen derecho a concebir un niño o una niña sin su padre o madre biológica con tal de colmar un deseo o llenar un hastío existencial; y que, por tanto, ese nuevo ser nazca sin su completa identidad, sin un pasado genético. Debe reconocerse el derecho a un conocimiento y disfrute de nuestra identidad genética completa, y por tanto, a que no se nos imponga un progenitor A y uno B, sino a tener un padre y una madre. Otra cosa son las adopciones de quienes, por desgracia, han perdido a uno o a ambos progenitores y que, de seguro, van a ser bien atendidos y cuidados por parejas del mismo o de distinto sexo.
Queda dicho pues que no puedo coincidir sustancialmente ni con el denominado feminismo institucional ni con el de la igualdad. Me parece, sin embargo, que el denominado «feminismo de la diferencia» propone un paradigma más interesante, en algunas cuestiones, al intentar conjugar el respeto y la igualdad de oportunidades desde la diferencia. Esa diferencia que reivindican con orgullo las mujeres tiene que ser un conjunto de características que las hacen diferentes a los hombres, y obliga a los hombres a averiguar y a definir también cuáles son las que les caracterizan a ellos y les diferencian de las mujeres. Por eso, debo añadir, me aburren esos hombres que se pasan el día pidiendo perdón por serlo, tratando de ocultar y reprimir sus deseos y aspiraciones. Como si fueran responsables de los actos que hicieron sus antepasados, o contemporáneos, con las mujeres. Cualquiera de nosotros sólo es responsable de sus actos, no de los de los demás.
Las mujeres, por lo demás, no parecen precisar compañeros masculinos sumisos o inseguros de su identidad, antes bien, demandan hombres que compartan una existencia común desde la diferencia y el respeto. En definitiva, que se complementen y aporten mutuamente. Y, del mismo modo que el machismo precisa del complementario hembrismo para perpetuarse en la dominación, el ser mujer y el ser hombre deben aspirar a ser y crecer juntos desde la diferencia y desde el respeto a esa diferencia. Sólo así no vamos a poder evitar una agresión puntual pero sí, y esto es lo fundamental, el rol de maltratadas. Y sin maltratada no hay maltratador.
No puedo compartir la creencia de que determinados valores tengan sexo género, como se dice ahora. La sensibilidad o las emociones no son valores «femeninos», ni la autoridad o la disciplina valores «masculinos». Son valores y por tanto criterios de pensamiento y conducta individual expresada socialmente. Y ya va siendo hora de entender que autoridad no significa autoritarismo, sino el básico respeto, por ejemplo, del discente hacia el docente. Y que disciplina significa saber decir no en lugar de comprar con unos euros el silencio de un menor que molesta.
Que educar es duro y difícil y que cuando ambos padres se implican en ello tiene que haber una custodia compartida en caso de ruptura de la pareja. Porque al querer implicar al hombre en la educación de los hijos la mujer debe saber renunciar a monopolizar ese espacio, al tiempo que a otros bienes de consumo, pues no debe haber hora extra laboral que reste tiempo a esa crianza compartida.
Y termino. Es preciso combatir la injusticia, toda injusticia y allí donde se produzca. Y la injusticia es básicamente abuso e imposición de intereses. Pero liberarnos de cualquier opresión requiere, en primer lugar, ser conscientes de nuestro papel de oprimidos. Cuando la mujer toma conciencia de su identidad y consustancial dignidad deja de ser una mujer maltratada. Entonces ha vencido a su maltratador. -