Las imágenes se suceden y la de hoy podría ser la de ayer, la de hace tres meses o la de hace 20 años. Todas son iguales. Todas, como un dramático duplicado de otras anteriores. Los cuerpos bombardeados, ametrallados o tendidos en el suelo tras el único y limpio disparo de un tirador de élite. El niño asesinado en la calle, aún aferrado a la galletita que llevaba en la mano; el joven arrestado, esposado, desnudado y ejecutado; los cuerpos de hombres y mujeres sacados de entre los escombros; los de bebés que apenas se distinguen entre los brazos de quienes les lloran con la ira, la impotencia y el dolor inmenso de un pueblo que sufre mucho más de lo que nunca seremos capaces de imaginar.
Palestina es un campo de concentración. Las vidas de los palestinos pertenecen al Ejército israelí como antes pertenecieron las de los judíos a las SS. Con el francotirador sionista que desde un tejado dispara a la cabeza de una niña de 12 años, con los tanques entrando en Beit Hanun, con el goteo de muertos o con las grandes operaciones militares; con el cierre total de Gaza y Cisjordania, con los asentamientos judíos; con Avigdor Lieberman como ministro de Asuntos Estratégicos, que sostiene el mismo ideario de limpieza étnica que alimentaba Heinrich Himmler; con el bloqueo; con el pueblo palestino confinado y diezmado, sometido a años de masacres, razzias, hostigamientos y represalias, Israel recrea en Palestina Auschwitz, Treblinka o Dachau.
El pueblo elegido se queda esta vez al otro lado de los muros que levanta; de los muros donde lenta pero enérgicamente, se abre paso el genocidio. Sin cámaras de gas, eso es cierto. La comunidad internacional no lo permitiría, quizás. Pero tampoco es necesario si las «operaciones de castigo», las «respuestas del Ejército israelí», su «determinación para destruir las organizaciones terroristas» y los «fallos» y «errores» que se saldan con decenas de muertos le brindan el mismo fin: un pueblo sentenciado y aniquilado. El número de muertos tampoco es el mismo. Todavía.
Cuentan con el mejor apoyo, el de EEUU, el que aplaude en nombre de los iraquíes la condena a la horca de Sadam Hussein. Y el de una Europa que calla ante el horror y pide a Israel que se contenga un poquito y a Palestina que sufra sus muertos en silencio. Sin respuestas ni alborotos. Sin recordarnos tan crudamente que no hemos hecho nada para que la imagen de hace 20 años no fuera la de ayer. Sin preguntarnos qué vamos a hacer para que no sea la misma que la de mañana. -