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Sociología del terror: atavismo vs. estereotipación

Con casi dos años de retraso mañana llega, por fin, a nuestras pantallas «La cabaña en el bosque», convertida a estas alturas ya en película de culto. Producido y escrito por Joss Whedon (creador de «Buffy, la cazavampiros» y director y guionista de «Los vengadores») y realizado por Drew Goddard (guionista y co-productor de «Perdidos»), el filme asume las derivas del género de terror contemporáneo hasta subvertirlas en un gozoso ejercicio de metarepresentación con ribetes de sátira social.

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Jaime IGLESIAS

Desde que fuera exhibida en los principales festivales y muestras especializadas en cine fantástico hace un par de años, el prestigio de «La cabaña en el bosque» ha ido creciendo a pasos agigantados. Sin embargo, su nivel de sofisticación como producto desaconsejaba a los distribuidores más osados del Estado español su adquisición para estrenarla en salas: «¿A qué perfil de espectador va dirigida esta película?, ¿cómo la vendemos?, ¿no resulta acaso una propuesta formulada en clave demasiado intelectual para ser consumida por un público masivo?». Uno se imagina a las compañías de distribución haciéndose éstas y otras preguntas por el estilo y concluyendo que no está el horno para bollos como para andar arriesgando, contando, además, con que estrenar una película de estas características con tanto retraso, equivale a asumir que buena parte de su espectadores potenciales ya se han hecho con ella mediante procedimientos alegales.

Finalmente Good Films, pequeña distribuidora especializada en otro tipo de cine, ha sido la que ha adquirido y lanzado «La cabaña en el bosque» reforzando su carácter exclusivo, estrenándola tan sólo en versión original, con un número reducido de copias y potenciando su condición de cult movie. Porque, como producto, este largometraje plantea un problema irresoluble para muchos: la caricaturización de sus eventuales espectadores hasta convertirlos en estereotipos sociales mediante una galería de personajes que interactúan como reflejo condicionado de una audiencia manipulada en su confrontación con el terror como objeto de consumo.

De entrada tenemos una cabaña en el bosque (título aséptico y por eso mismo valioso donde los haya), escenario tópico para la consumación de un slasher al uso, ya saben, ese subgénero donde un psicópata (o similar) se entrega a perseguir y asesinar a jóvenes o adolescentes que, burlando la vigilancia de un adulto, se embarcan en un fin de semana de locura o en algún otro tipo de encuentro que se pretende desenfrenado.

Por otro lado tenemos a la pandilla de mozalbetes protagonistas donde confluyen todos los perfiles asumidos por el género: el macho alfa (que suele justificar su pose arrogante en sus éxitos deportivos en el equipo escolar); la rubia de bote superficial y ligera de cascos (por lo general emparejada con el anterior); la chica responsable y lúcida (que se vuelve el foco de la historia por las posibilidades que ofrece de cara a la resolución de los enigmas planteados); el macho alfa intelectual (cuyo perfil no difiere mucho del primero solo que su liderazgo se fundamenta no en el deporte sino en unas mínimas nociones culturales) y, por último el colgado, el fumeta, el contrapunto simpático del grupo (condenado a estar solo por sus malos hábitos).

Un «reality show»

Pues bien, el mérito de los responsables de este largometraje es utilizar todos esos elementos para subvertir el canon hasta cuestionar la propia naturaleza del género cinematográfico como producto y la de sus propios protagonistas/espectadores como meros consumidores, como sujetos pasivos y sin iniciativa. De entrada se nos informa que la cabaña en el bosque en cuestión no es tal sino una suerte de set, teledirigido desde un control de realización, lo que convierte las correrías de esta pandilla de jovenzuelos en una especie de reality show de cuya naturaleza ellos ignoran todo. Así las cosas emerge el mito de «Gran Hermano» en su versión más primigenia y apocalíptica (la orwelliana de «1984» y no la del concurso de marras). Una figura que logra imponerse a medida que avanza el filme y su alcance alegórico, lejos de quedar agotado, se vaya nutriendo de nuevos elementos distópicos que alumbran, a su vez, giros inesperados, en una narración de una riqueza apabullante.

Ya no se trata solo de su audacia para diseccionar las miserias de una sociedad a la deriva donde las individualidades han degenerado en estereotipos, sino en la (in)capacidad de éstos para confrontarse con sus miedos más atávicos, más ancestrales.

Así las cosas, con un espíritu de transgresión encomiable, los responsables de «La cabaña en el bosque», articulan una reflexión pasmosa sobre cómo una progresiva banalización social conduce irremediablemente a una situación de extrema fragilidad, donde los ciudadanos (desposeídos de aquello que les define como tales) quedan expuestos a sus más íntimos temores sin esperanza de salvación posible.

Condenados como estamos como colectividad, poco importa la lucidez individual de unos pocos o un tardío gesto de rebeldía para liberar a la Humanidad de la hecatombe. Por simplificar capciosamente el asunto ¿qué sentido tiene preocuparse de que nos ataquen los zombis si los zombis somos nosotros?

 

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