Iñaki Egaña - Historiador
Galíndez: 50 años de una desaparición
Resulta complicado salir de los tópicos para desvelar los entresijos de la personalidad y la época de Jesús Galíndez, de cuya desaparición en Nueva York hace ahora 50 años. Valdría quizás, para romper esa tendencia, comenzar por resaltar que Galíndez es uno de nuestros desaparecidos, ilustres o no tanto, como los poseen argentinos, chilenos, guatemaltecos o bosnios, ésos que se estudian en los tratados de historia política. Los nuestros tienen nombres como Cándido Saseta, José Miguel Etxeberria, José Ariztimuño, Popo Larre, Eduardo Moreno y... Galíndez, olvidados incluso por sus propios compatriotas que miran a la lejanía para desbrozar otras vilezas, en aras a la universalidad.Y es complicado comenzar por desgranar esas particularidades porque Galíndez no ha pasado a la historia por ser el delegado vasco en EEUU en los albores de la guerra fría, por organizar a la comunidad vasca en Madrid o Barcelona durante la guerra civil, por escribir libros de derecho y de referencia vasca o por criticar con ferocidad la dictadura dominicana de Leonidas Trujillo. No ha pasado a la posteridad por las razones citadas sino por ser un agente del Departamento de Estado norteamericano recolocado en el FBI de Edgard Hoover. Y esta característica, nada desdeñable en su trayectoria, ha eclipsado el resto de su personalidad. Tomando este detalle como punto de partida, y sin ánimo de justificación de cualquier compromiso que se escapa a nuestros tiempos actuales, habría que apuntar que, efectivamente, Galíndez fue uno de los mejores agentes vascos que trabajaron para Washington en la Segunda Guerra mundial y a comienzos de la guerra fría. Agente tras los acuerdos del lehendakari Agirre con el equipo de Franklin Roosevelt en 1942. Fue la conocida apuesta del PNV, sobre todo, y del PSOE y los grupos republicanos en particular, por los servicios secretos norteamericanos esperando que la caída de Hitler y Mussolini llevaran en cascada la de otros regímenes, entre ellos el de Franco. En 1953, cuando Eisenwoher, el Vaticano y otras instancias del bando azul de la guerra fría reconocieron a Franco (siguiendo la filosofía de «es un hijoputa, pero es nuestro hijoputa», declarada por el propio Roosvelt con relación al dictador nicaragüense Antonio Somoza), las relaciones entre vascos y norteamericanos se enfriaron considerablemente hasta el punto de que José Antonio Agirre, Jesús Galíndez y sus correligionarios pasaron a ser, según el Departamento de Estado, «nacionalistas fanáticos, refugiados ansiosos por dejar de serlo», etc. Y se regeneraron en molestos amigos, bajo sospecha de convertirse en enemigos. Ese mismo año, además, el senador McCarthy explicó meridianamente que el que no se convertía por iniciativa propia era automáticamente convertible. Desde dos años antes de su desaparición, Galíndez y su entorno eran investigados exhaustivamente por los servicios para los que trabajaba. Y sólo una semana antes de su secuestro, Galíndez había viajado a Washington a recibir instrucciones del Departamento de Estado. Galíndez y Agirre fueron la máxima personalización de esa incomodidad. Por eso, no es de extrañar que la desaparición de Galíndez tuviera en una empresa de ex agentes que trabajaban para la CIA la gestación del crimen (Robert Maheu). La misma empresa que luego fue contratada para asesinar a Fidel Castro o que se vio involucrada más tarde en el Watergate. Poco se ha hablado de ello. Tampoco de una cuestión capital como la de que Leonidas Trujillo, presunto ordenante del secuestro de Galíndez como revancha a la denuncia de su dictadura, poseía una oficina en Nueva York para defender sus intereses y dirigida por Franklin Roosevelt junior, demócrata, hijo del presidente que había apoyado a los vascos. Por eso se mantuvo la tesis de que seguía vivo y, de vez en cuando, se dejaba ver en cualquier parte del mundo. Roosevelt Jr. había quedado al descubierto. El republicano Eisenhower no dejó que la investigación por la desaparición superase la esfera local. Y esa negativa, ante la insistencia de The New York Times, la hizo pública. ¿A cuento de qué tanta notoriedad? ¿A cuento de qué el presidente de la nación más poderosa del mundo daba instrucciones sobre el delegado de un país que ni existe en el mapa? Más desengaños: nunca se avanzó en desentrañar el intento simultáneo de secuestro en Los Angeles de la esposa del editor chileno (Alfonso Naranjo Urrutia) de la tesis del vasco sobre Trujillo. Y Franco, lanzando difamaciones. ¿Quién iba a defender a Galíndez? Sin restar importancia a esas cuestiones, el resto de Galíndez es prácticamente desconocido, a pesar de que sea uno de los personajes del siglo XX de los que más datos tengamos los historiadores en la actualidad, tanto indiscutibles como destinados a embrollar las implicaciones más vergonzosas. Galíndez debía ser el sucesor natural de Agirre, según palabras del propio lehendakari. El FBI, en uno de los informes destinados a sintetizar su personalidad, afirmó que estaba «más a la izquierda y era más tolerante que Aguirre». En el seno del PNV, algunas de sus actividades no se veían con agrado, por eso de que se arrimaba a organismos y personas opositoras a los regímenes latinoamericanos, aliados por otro lado de Washington. Antón Irala, el delegado vasco que le precedió en Nueva York, criticó sus veleidades y sugirió a Agirre que lo atara en corto. Los reproches no sirvieron para moldear el espíritu de quien iba a desaparecer con sólo 40 años. En contra de lo habitual en su medio, Galíndez fue un mal católico, un hijo díscolo (su padre defendió el bando fascista), un amante apasionado, soltero, con algunas aventuras dignas de un serial televisivo (El FBI identificó a nueve mujeres que en una u otra franja de su vida habían sido pareja del vasco y Franco para denostarlo difundió el bulo de que era homosexual)... También un vasco de Madrid de raza difusa y, por encima de todo, un imprevisible político. Hoy, todos los flecos de su vida están mediatizados por aquellas dos grandes guerras, una declarada como la del 36 y la otra entre bastidores, la llamada fría. Una le trasladó a la otra. Sin el levantamiento de Mola y Franco, Galíndez hubiera sido un abogado brillante cuyo bufete defendería la causa vasca estatutaria en Madrid. En su madurez se hubiera atrevido a escribir algunas novelas costumbristas y, por razones biológicas y estadísticas, hubiera fallecido con el cambio de siglo. El 18 de julio, sin embargo, marcó todo para siempre. Con únicamente 21 años organizó a la comunidad vasca en Madrid. Galíndez, de familia bien y asesor de inmediato de Irujo en Justicia, concluyó su trayectoria peninsular en un campo de concentración (Gurs). De la mesa de caoba en su despacho, de las calles de la zona más elegante de Madrid (vivía en el barrio de Salamanca) a las cinco letrinas compartidas para cada mil internos. Del vermouth al vómito. La casualidad, nuevamente, le unió a un país que probablemente no hubiera conocido jamás, la República Dominicana. Más aún, la inquietud de Agirre y las ganas de Manu de la Sota por volver a Biarritz le convirtieron en delegado vasco en la ciudad en la que se deciden los destinos de la humanidad: Nueva York. Demasiado para llevarlo, como fue su caso, en soledad. La disciplina partidista le condujo a ser agente del FBI, a manejar los fondos del Departamento de Estado para el PNV. La guerra fría le transformó en un incómodo y peligroso acompañante. Y su final fue como el de ese personaje (Samuel Ratchett) que, en la ficción (Asesinato en el Orient Express), Agata Christie hizo matar con una puñalada por cada uno de los doce viajeros de un tren que volaba por las campiñas europeas. Y todos ellos quedaron impunes por haber hecho un favor a la humanidad. Por lo expuesto, creo que, medio siglo después, Galíndez sigue siendo un personaje molesto. Quizás por ello ha despertado mi interés. Quién sabe. La distancia nos ofrece, afortunadamente, una perspectiva distinta a la de aquel 1956. -
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