El Contrato de Primer Empleo (CPE), dirigido a jóvenes menores de 26 años y cuya característica fundamental es la posibilidad que otorga al em- presario para despedir sin argumentar razón alguna, está cosechando una cascada de reacciones en el Estado francés y en los territorios de Ipar Euskal Herria. Las protestas estudiantiles han sido tan importantes y se están sosteniendo tanto en el tiempo que han conseguido despertar el tradicionalmente dormido espíritu solidario de las organizaciones sindicales, lo cual ya es un triunfo. Seguramente el único si, como parece, el Gobierno de la República se limitará a un ligero lavado de cara de la propuesta y las movilizaciones acabarán quedándose en meras explosiones espontáneas de presión contenida.

Y es que, por mucho que unos se empeñen en buscar paralelismos con Mayo del 68 y otros subrayen semejanzas con las revueltas iniciadas en los barrios pobres de París hace tan solo unos meses, lo cierto es que el calado social y político, así como el carácter de las movilizaciones de estos tres hechos poco tienen en común, a pesar del evidente trasfondo de expresión del descontento social existente tras todo estallido social.

Por exagerar el tono, hay quienes han llegado a comparar las movilizaciones contra el CPE en el Estado francés con los llamamientos al botellón en el Estado español, aplaudiendo el supuesto espíritu rebelde de unos y denigrando el presunto pasotismo de quienes se supone que sólo se juntan para beber. Si miramos a lo que la juventud manifiesta, expresa y reclama en Euskal Herria, esta comparación, además de odiosa, resulta que bien poco tiene que ver con la realidad.

La respuesta que en Euskal Herria se dio al último llamamiento conjunto al alumnado europeo, en contra del Proceso de Bolonia, puede servirnos de ejemplo. Miles y miles de jóvenes salieron entonces a las calles a denunciar un proyecto que pone en cuestión su futuro. Sin embargo, esas movilizaciones no gozaron, ni mucho menos, de la misma repercusión mediática que hoy se está dando a unas convocatorias de botellón que, hasta la fecha, han tenido un respaldo ínfimo, por no decir inexistente en nuestras ciudades.

Además, beber en la calle y a precio de supermercado no tiene por qué ser, ni lo es, peor que hacerlo en los bares y a precio de oro. Quienes gustan de las comparaciones, ahí tienen otra en la que ocuparse. -