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Gara > Idatzia > Jendartea 2006-07-23
Martin GARITANO
El tercer muerto
·La vida sigue igual (XXXI)

Simón y Huesitos se miraron con aire de desconfianza. La lista de Luis Mari era tan precisa como lo podía ser un reloj suizo. Y, ahora, Josefo, decía que los botes de pintura no eran suyos. El misterio, sin duda, iba agrandándose.

­Pues habrá que volver y mirar qué hay en esos botes.

­Hoy mismo, sin falta.

­Bueno, no sé ­Josefo trató de rebajar el tono del misterio­ igual estaban allí desde hace tiempo y ni siquiera me acordabaŠ

­No, no. Estaban perfectamente ordenados, justo a los dos baúles. Quien los dejó allí los puso de tal forma que no parecieran algo ajeno al resto de las cosas. Cuando regresemos al pueblo, entramos y miramos qué hay dentro. Además, a ti te interesa. No vaya a ser algún marrón...

Huesitos y Simón abandonaron Basalur pasadas las seis de la tarde. A esa misma hora Sergio atendía el teléfono móvil desde una de las mesas de la terraza del Itsasalde.

-Pibe, coge el teléfono, joder, que no te enteras.

El argentino estaba ensimismado, con la vista puesta en el mar y no se había percatado del pitido inconfundible de un mensaje sms.

-Perdona, ché, pero no tuve tiempo de escucharlo.

El mensaje, con el remite de Miren, dejaba poco espacio a la especulación. «No has venido porque no has querido. Será que tienes otra».

A Sergio un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Ni había una ni había otra. Después de mucho tiempo sin relaciones sexuales, allá en la Argentina, dos mujeres con la vida arreglada en sus respectivos matrimonios le habían asaltado. El, al menos, lo sentía así. Pero la carne es tan débil...

­Koldo, sacáme otro café. Ya que no tienen mate...

El argentinito se disponía a contestar al mensaje de Miren cuando escuchó otro pitido. El número del remitente era el de Mila: «Te has olvidado de mí, ¿verdad? Mañana estoy sola».

Sergio sintió el mismo vértigo que si le hubieran asomado a la fuerza al último piso del Empire State. Pensó en voz casi audible:

­Si se lo cuento a mi barra, no me creen

A las siete en punto de la tarde Xuxú esperaba en el K.O. Aquel día todo el mundo parecía más impuntual. Por no estar, no estaba ni Huesitos. Y eso sí que parecía extraño. El primero fue Sergio

­Hombre, Xuxú, ¿tú sólo?

­Pues ya ves, chico. Gotzon tenía alguna entrega urgente, las chicas estarán en sus cosas y Huesitos y el cura están desaparecidos en combate... No sé qué pensar.

­Tío Simón y Huesitos han marchado a Basalur después de comer. Querían estar con Josefo para no sé qué. Llegarán enseguida.

Xuxú puso cara de extrañeza y Sergio se acercó a un cartel de publicidad de las regatas. No soportaba la mirada del marido de Miren. El recuerdo de aquello le enturbiaba. También la mirada de Gotzon le ponía nervioso pero, pensó, ellos no sabrían nada y, además, la culpa no era suya...

Al llegar a Uriondo, Huesitos y Simón enfilaron el camino a casa de Josefo. El misterio de los botes de pintura tenía que tener una explicación racional y, si no la tenía, era el momento de ceder paso la Ertzaintza, por poca gracia que les hiciera. Aparcaron junto al caserón y. Con las mimas llaves que les había facilitado el propietario, accedieron al portal. Encendieron de nuevo el conmutador general y subieron por la estrecha escalera que conducía al camarote.

Arriba no había luz. La bombilla parecía fundida o rota. Simón encendió un mechero y dio una orden ­ a oscuras siempre sabían dar órdenes­:

­Baja a la cocina y busca una linterna o una vela.

­Cómo se nota que vivís rodeados de monaguillos y servidos por una ama de llaves. Mecagüen la puta. Si fuera por mí...

Luis Mari retrocedió en la escalinata y buscó en los cajones de la cocina algo que pudiera servirles para inspeccionar el desván. Al final dio con una linterna de petaca, de las de Tximist, que debía tener no menos de treinta años. Funcionaba.

­Simón, toma. Hay una linterna que parece que alumbra algo. El sacerdote abrió la puerta del desván, paseó el haz de luz de la linterna por los cuatro rincones del habitáculo y entró en la estancia.

No pudo dar dos pasos. Tropezó con algo, un bulto, y cayó al suelo. Huesitos oyó el ruido del golpe cuando se disponía a entrar:

­Ostia, Simón. ¿Estas bien?

­Si. Estoy bien, pero aquí hay algo...

Huesitos ayudó a Simón a incorporarse, pero en el momento de tenderle el brazo acertó a disinguir el bulto con el que se había tropezado e cura.

­Mecagúen la puta, Simón. Otro muerto .

Junto al sacerdote, un bulto inerme apuntaba a un nuevo capítulo en la tragedia que vivía Uriondo desde la aparición del cadáver de Amhed en las rocas de Santa Ana.

Simón se incorporó como movido por un resorte. Tomó la linterna y apuntó al rostro del muerto. El compañero de correrías de Amhed, un joven de hermosas facciones y aspecto inequívocamente árabe, yacía junto un bote de pintura. El tajo a la altura del gaznate lo decía todo. Y, además, habían desaparecido otros cuatro bote.

El asunto, sin duda, se les había escapado de las manos.-

(CONTINUARA)


 
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