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Gara > Idatzia > Kultura 2006-10-21
ADELANTO DE LIBRO
La calavera de Robinson
«La calavera de Robinson» (Alberdania), la última obra de Miguel Sánchez Ostiz, verá la luz la próxima semana. Es un viaje a través de las vidas de piratas, criminales, buscavidas, marinos olvidados, tránsfugas y robinsones que buscan refugio en las lejanías y, sobre todo, de coleccionistas de reliquias literarias que esconden algún secreto relacionado con el tesoro de lord Anson, enterrado, según la leyenda, en aquella isla lejana en el año de gracia de 1761.

Esta historia no habría sido posible sin mi relación estrecha, casi familiar, con Telmo Gamecho. La primera imagen que tengo de Telmo es disfrazado; bueno, eso lo supe luego, después del primer susto. Porque lo que apareció en el vano de la puerta del cuarto en el que me encontraba encamado no era él, sino un cabezudo de comparsa festiva, un kiliki, narigudo, con una verruga en la nariz y rasgos entre burlones y malignos, tocado con un tricornio dieciochesco y vestido con una casaca de brocado rojo y dorado. Fue toda una aparición. Eran las fiestas del pueblo y de la calle subía la música de las gaitas y los tamboriles.

Eso hizo que, más tarde, siempre que veía pasar comparsas de cabezudos, esperase que uno de ellos fuera Telmo Gamecho. Y si ahora mismo oigo de pronto, en algún lugar, el pasacalles de la gaita, me acerco con la esperanza de encontrar aquel kiliki narigudo, con una verruga en la nariz, y expresión aviesa. No está. Ya no está. Por eso lo pongo en mi circense parada nocturna.

Un episodio como el del kiliki lo retrataría de manera eficaz, pero no era ése el único Telmo, no era ése el único disfraz que gastaba. Muestras como ésa de su manera de ser juguetona, le absolvían, y mucho, de otra, de otras andanzas, que no lo eran tanto ni mucho menos.

Ahora mismo no sé bien qué hacíamos en aquella casa. Era verano, de eso sí que me acuerdo, pero no estábamos de vacaciones. Por entonces andábamos de un lado para otro, acarreando maletas que parecía que no acababan nunca de deshacerse del todo. Pero en aquella casa, no muy lejos de la frontera hispano-francesa, estuvimos más tiempo del habitual. Fue la última casa que tuvimos, pero no es éste el lugar adecuado para rememorarla. Sólo diré que un día nos fuimos con pena, para regresar unos años después, pero más baldados, a la misma casa, a la misma calle, al mismo maldito piso. Pero insisto en que no es éste el lugar ni el momento adecuados para hablar de ello. Además, la casa fue derribada. Es como si no hubiese existido nunca. Igual que nuestras vidas. No conozco a nadie que se acuerde de nosotros. Lo prefiero así.

Debió de ser durante una de las ausencias prolongadas de mi padre, que estaba fuera, «por negocios». Nunca mejor dicho.

Tardé en saber que aquellas ausencias se debían al ingreso casi rutinario de mi padre en prisión, por contrabando, por haberse dejado coger, a cambio de que alguien, entre tanto, nos mantuviera: Gamecho y sus socios de ocasión. A mi padre le habían pagado por arrear con el muerto y por hacerse el bobo. Era joven y tenía toda una vida por delante; o eso dijeron. Unas veces salía bien parado de los negocios en los que se metía, otras no.

Un día se hizo tarde, y yo puse tierra de por medio para salvarme del naufragio familiar y de lo que le rodeaba, en la medida en que pudiera. En buena hora. Fue con la ayuda inestimable de Telmo, que no me prohijó, pero casi.

Nuestro padre era “agente comercial”, el eterno hombre de paja para todo de unos tipos sin escrúpulos mucho más ricos de lo que él llegaría a ser nunca y que le manejaban a su antojo.

Tuvimos altas y bajas, pero sobre todo muchas mudanzas. Podría haber contado, como hacía mi hermano, que nuestro padre era marino, marino mercante, para justificar sus ausencias, una de ellas de verdad prolongada, pero no, tan sólo era “agente comercial” y, al final de su vida, cuando parecía que le iba a ir bien y había montado con otros algo así como un concesionario oficioso de la marca Peugeot, “hombre de negocios”.

Pero yo creo que, a pesar de todo, fue un pringado que intentó salir adelante de la mejor manera posible y no consiguió otra cosa que meterse en líos. Esas cosas pasaban en aquel mundo ya lejano de la frontera por el que se movía mi padre, sin que, en apariencia, pudiese abandonarlo.

Lo cierto es que fue Telmo Gamecho quien se ocupó de nosotros, y algo más, cuando vinieron mal dadas. Fue para nosotros una especie de ángel guardián. Podía habernos dejado de lado, pero no lo hizo. El motivo me resulta todavía inexplicable.

Fue Telmo Gamecho quien días después de aquella espectacular entrada en escena, y para compensarme por el susto que me había dado, me regaló una jaula con dos periquitos amarillos. Los había comprado a uno de los vendedores callejeros que se instalaban en el paseo. Pasaron enseguida a mejor vida porque mi madre opinaba que contagiaban la tuberculosis, que era, precisamente, lo que me tenía en cama: tuberculosis ósea, dijeron. De aquel episodio me quedó una ligera cojera que no ha hecho más que agudizarse con el tiempo y que, a veces, me hace parecer alguien de la tercera edad, aunque otras me sirva para no hacer colas o para que no me empujen. Como me dijo una taquillera del tren de Valparaíso a Viña: «Parece usted un abuelito». Sin duda, pero no lo soy, y siempre según se mire.

Y por si fuera poco, Telmo, en el salón de su casa, en un merendero o en una sidrería, en nuestra casa incluso, cuando estaba de visita y se quedaba a cenar y a contar historias después de la cena, había sido testigo de hechos cuya existencia era, para los adultos que se atrevían hablar de ello a sus espaldas, cuando menos discutible. -


 
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