Xosé Estévez y José Luis Orella Unzué - Historiadores
La unión de España y Portugal
Una encuesta de un diario portugués daba a conocer un resultado sorprendente: un tercio de los ciudada- nos lusos estarían dispuestos a la unión de España y Portugal, basándose fundamentalmente en la mayor prosperidad económica de la primera.
Esta inesperada opinión de una parte importante de la ciudadanía lusitana ha suscitado numerosos comentarios y reacciones por el lado periodístico hispano. Desconozco, sin embargo, las provocadas en el ámbito portugués.
El catedrático de la Universidad Complutense, Santiago Petschen, escribía un artículo en un periódico que se edita en Madrid sobre el tema y recordaba el proyecto iberista del republicano federalista luso Teófilo Braga (1843-1924), que llegaría a presidente de la República entre mayo y agosto de 1915 en sustitución de Manuel Arriaga. Braga propugnaba una federación ibérica de régimen constitucional republicano. Semejante propuesta encontraría eco en Cataluña, donde el poeta Joan Maragall, abuelo del todavía presidente de la Generalitat, o el periodista Agustí Calvet Gaziel, abogarían por el proyecto, considerándolo atractivo, racional y lógico. El mismo Fran- cesc Cambó no desdeñaría tampoco la perspectiva iberista. Cabría, no obstante, señalar que bajo un pris- ma análogo Latino Coelho (1825-1891) o desde un posicionamiento más tradicionalista Oliveira Martins (1845-1894) se mostrarían favora- bles a la unión ibérica.
Vicente Verdú, escritor y sociólogo, se mostraba entusiasmado ante la posibilidad de una unión ibérica, arremetiendo de paso contra los nacionalismos periféricos, inspirados en el «freudiano narcisismo de la pequeña diferencia». La demonización periférica parece que goza de buena salud en los pagos hispánicos lo que parece mostrar un «complejo edípico parricida».
El escritor Rafael Sánchez Ferlosio desdeña tal propuesta, porque la unidad a la fuerza es «una superchería que acaba con la amistad», asegurando que «el origen del concepto unidad no es otro que la dominación y la guerra». Quizá la perspectiva de Sánchez Ferlosio no sepa diferenciar exactamente entre unidad, que se vincula a voluntariedad, y uniformidad, más relacionada con imposición.
Si repasamos en breves trazos la historia de Portugal encontraremos un haz de luz en este pequeño laberinto. El origen de Portugal se sitúa en el condado portucalense, que formaba parte del reino de Galicia y era feudo de Alfonso VI, rey de León y Castilla. Fue ofrecido a Enrique de Borgoña, casado con la hija de Alfonso, Teresa, hermana de Urraca. Afonso Enriques, hijo de Enrique y Teresa, sería el primer rey de Portugal, que surge, por tanto, como reino autónomo, específico, diferenciado y unitario en el siglo XII, con tres siglos de anterioridad a las plurales «Españas» y seis siglos antes que la singular «España».
El reino de Castilla intentará en sucesivas ocasiones la conquista del nuevo reino, destacando en esta hilera belicosa la victoria portuguesa de Aljubarrota (1385), que cercenó la pretensión castellana de la incorporación. El triunfo convirtió al condestable D. Nuno Alvares Pereira, que dirigió el combate, en héroe mítico de la independencia lusa. Hasta en las más pequeñas poblaciones portuguesas goza D. Nuno del privilegio de una calle o monumento, como hemos podido comprobar de propio visu. Castilla se vería obligada a reconocer definitivamente el reino luso en 1411.
Otro hito ineludible en la saga de las relaciones hispano-lusas es la ocupación castellana de Portugal en 1580 en tiempos de Felipe II, tras la muerte del rey Sebastián en Alcazarquivir, que duraría hasta 1640, reinado de Felipe IV. Durante estos sesenta años de sometimiento al poder castellano, denominados decadentes frente a la Restauraçao de 1640, los portugueses se percataron de la mentalidad castellana fronteriza de conquista, de sus tendencias belicosas y de su carácter imperialista. Esta experiencia dejó un poso anti- castellano y antiespañol, que resurge y se expresa en la coyuntura más in- sospechada. Ni siquiera las buenas relaciones en la época de los dictadores, Salazar y Franco, disiparon esos temores. Los portugueses recelan, y con razón, de cualquier pretensión iberista, porque tienen miedo al imperialismo hispano, que en caso de unión terminaría por absorberlos como traga el pez grande al chico. A este respecto vienen a nuestra mente algunos recuerdos personales, anecdóticos quizás, pero significativos. A comienzos de los sesenta uno de nosotros viajó por primera vez al país vecino. En una ciudad fronteriza de un pequeño cañón, que miraba al otro lado de la frontera con su tenebroso ojo negro, pendía esta leyenda: «Ai de España se te mo- ves». Durante las vacaciones de la Semana Santa de 1991, coincidentes con el epílogo de la guerra del Golfo, muchos turistas cambiaron su periplo vacacional hacia los países árabes y se dirigieron a Portugal, donde se hallaba uno de los suscribientes y su familia. Un diario lisboeta editorializaba bajo el título: «A invasao dos espanhois» y rememoraba la triste tesitura de la dominación de los tres felipes entre 1580 y 1640.
Sin embargo, nadie se ha parado a pensar que precisamente desde la periferia podría llevarse a cabo la unidad ibérica desde un prisma confederativo. En la década de los 40-50 surgieron en el exilio diversos proyectos de este cariz, auspiciados desde Londres por Manuel de Irujo y desde Buenos Aires, principalmente por Castelao. En ellos también intervenían dos portugueses, el ex ministro Domingues dos Santos y el geógrafo Cortessao. Propugnaban una Confederación ibérica de naciones, unión libremente pactada, voluntaria y reversible de Euskal Herria, Galiza, Catalunya, Castilla y Portugal. La hegemonía castellana quedaba contrarrestada y limitada por un régimen equilibrado de poder, donde Portugal se sentía entre iguales, sin miedo a la imposición española, porque Galiza como puente y Galeuzca como freno y gozne articulaban un sistema de armónica contención. -
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