Dicen que la cultura es la argamasa del mortero social. Una sociedad donde sus cimientos van unidos por esa cultura hecha de lengua, de historia y de muchas otras vivencias sociales.El concepto cultural de la nación ha sido reconocido, al menos de boquilla en el caso catalán, por muchos y renombrados políticos españoles no catalanes. Sin embargo las manifestaciones o sentimientos mas prácticos de este reconocimiento como, por poner un ejemplo, muchas selecciones nacionales deportivas, siguen sometidos a la práctica de la nación depredadora de naciones, única pretendidamente con derechos sobre la generalidad, sin otro límite que sus propias fronteras de Estado nacional y las buenas intenciones retóricas del señor Rodríguez Zapatero.
Porque España es para ellos su nación de naciones. Su nacionalismo ortodoxo y avasallador hace que los otros tres nacionalismos sean la mayoría de las veces filosofías apátridas basadas en la tolerancia y el respeto a la diferencia minoritaria. Algo habrá que agradecer a esa España que nos ha hecho ver qué asquerosa es la intolerancia prepotente cuando el nacionalismo se escribe en cartas llamadas magnas donde se regulan las lenguas, los sentimientos y los proyectos políticos, sociales y culturales protegidos por su democracia y se estigmatizan aquellos que pertenecen al contrapoder herético porque puede que sean secesionistas. España ya no es el Dios de los judíos, autoritario y sanguinario, ahora es el Dios «demócrata» de los cristianos a través de su hija, la Constitución.
Ahora que está tan de moda lo del Código Da Vinci, las constituciones y en particular la española nos recuerdan lo ortodoxo, lo intocable y lo sagrado, ese lugar donde la democracia, que es herética e irreverente por definición, no llega a todos los rincones porque convertiría lo estático en dinámico y lo venerado en irrelevante.
Nos auguran un proceso largo, duro, difícil y complicado para resolver el contencioso que la España Nacional mantiene con la mayoría del Pueblo de los vascos y nos podemos preguntar de dónde nace esa voluntad de arreglo por su parte, si es que de verdad la tolerancia para poder poner en práctica las ideas de los otros, esos que conforman y siempre han conformado históricamente una soberanía diferenciada dentro del Reino de España, va a ser políticamente factible y adecuada a los tiempos que corren o por el contrario se trata otra vez de la enésima tentación de la estrategia del tocomocho, una derrota amaña- da al mas puro estilo del «Abrazo de Vergara».
Y para que lo último no se pueda dar, a esa estrategia del tocomocho, a ese poder ortodoxo que necesita del engaño y de la figura anacrónica del traidor, se le debe oponer la fuerza de la unidad de todos aquellos que trabajan por la soberanía cultural y política de nuestro pueblo, para que estos traidores que han hecho ese pacto por el cual ellos españolizan a Euskal Herria hasta el tuétano a cambio de recibir más prebendas en su podercillo se vean impedidos en su diaria traición de pretender que los vascos sin fronteras debamos llegar principalmente hasta Cádiz pasando por Valladolid, en todas las actividades humanas, mientras las del resto de Europa, se llame Nantes, Lieja o simplemente Tarbes esté tan desafectado y falto de comunicación que hasta sus nombres, sus lenguas, sus idiosincrasias y sus sucesos nos empiezan a resultar extemporáneos y extraordinarios en contra de toda la rica historia humana que a través de los siglos también hemos mantenido con ellos. Es un despropósito humano que nos hace vivir a todos en la capital del Reyno que empieza en Irun y acaba en Ceuta, donde la distancia es medida por los traidores todos los días en los metros de incomunicación y desconocimiento. También es simplemente la Europa de los estados nacionales ortodoxos, donde en cada Estado se conforma la única cara visible del poliedro opaco que es Europa, la cual por ser opaca no interesa a nadie más que a sus mercaderes.
Es difícil creer que existe la izquierda española, apátrida, tolerante, progresista y solidaria que trabaja por una paz sin vencedores, vencidos o convencidos cuya patria cultural sea la práctica de la libertad de sus ciudadanos como individuos y como colectividad sin tener que pertrechar estrategias nacionales para la cultura y la política más allá de la naturalidad que los pueblos han tenido entre sí a lo largo de los siglos sin la manipulación de los medios de comunicación.
Lo que se ve es que esa izquierda, aparte de parámetros tácticos de oportunidades puntuales, lleva hacia adelante la estrategia nacional en todos sus ámbitos, fundamentada en los valores sagrados de la derecha, de la que no sólo le absorbe el miedo que le produce sino que también comulga con su ideología nacional y la frivolidad también propia de aquélla, que les lleva a ambos a considerar que el «proceso de paz» es otro proceso electoral. Los demócratas y soberanistas vascos lo deberían tener muy en cuenta. -