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Gara > Idatzia > Jendartea 2006-06-23
Martin GARITANO
La vida sigue igual
·Regreso a Uriondo

AHuesitos le gustaba tararearla imitando el tono entre melancólico y estúpido de Julio Iglesias. Cuando no sabía qué decir, repetía el estribillo de “La vida sigue igual”. Pero lo hacía a sabiendas de que, en la suya, todo había cambiado desde aquel verano en que murió Antxón, su amigo del alma, compañero de fatigas, alegrías y txikiteos. Compañero del alma, compañero.

La muerte de Antxon y los dramáticos hechos que se sucedieron en el barrio terminaron por decidirle a hacer caso a su hermana y marcharse a vivir al pueblo, a Uriondo, de donde había salido hacía ya más de cuarenta años pero donde mantenía excelentes relaciones con sus amigos de juventud y a donde había regresado cada vez que la vida de la ciudad le había mostrado su cara más amarga.

Tras haber negociado la prejubilación en la empresa, contaba con una pensión, si no espléndida, suficiente para mantener su ritmo de vida y Luis Mari, Huesitos, se había adaptado con facilidad al ritmo de vida de Uriondo. Aunque tal vez fuera más apropiado decir que los vecinos de la pequeña localidad costera, a caballo entre Gipuzkoa y Bizkaia, se habían acostumbrado al ritmo de vida de Huesitos.

Otra cuadrilla

Los amigos de sus tiempos mozos seguían viviendo allí, pero la vida los había conducido por caminos diferentes y, casados unos, entregados al deporte con motivación casi religiosa otros y empeñados todos en trabajar sin descanso los últimos años de su vida laboral, la cuadrilla ya no era lo que fue. Apenas dos o tres mantenían las buenas costumbres del alterne diario ­mediodía y tarde­ por los bares de la ronda habitual.

­Pues tú dirás lo que quieras, pero el pueblo está más muerto que vivo. ¡Pero si ya no potea ni cristo!

­Las costumbres cambian, Huesitos. Los jóvenes tienen otras costumbres y los de nuestra edad, entre la salud, el currelo y las comodidades que hay en las casas, alternan menos. Es el signo de los nuevos tiempos. Hay que adaptarse.

­Los nuevos tiempos, los nuevos tiempos, valiente chorrada, Xuxú. Lo que pasa es que les ha entrado miedo a morirse y corren al gimnasio en busca de la eterna juventud. Para hacer el ridículo, diría yo.

Angel, Xuxú, amigo de la infancia de Huesitos era de los pocos que mantenían la saludable costumbre de darse una vuelta por los bares habituales a la salida de la empresa conservera donde trabajaba buena parte de la población de Uriondo. En compañía de otros pocos supervivientes de las cuadrillas de antaño.

­Fíjate, yo mismo he bajado mucho el pistón. Ahora me tomo un par de blancos a mediodía y no más de media docena de claretes por la tarde. Y eso, gracias a que nos hemos juntado los restos de varias cuadrillas para organizar una ronda. Si no, a casita hasta el sábado, que es cuando la gente empieza a salir del cascarón.

­El refugio no, Xuxú: el convento. Porque eso de madrugar para ir al tajo, salir corriendo para ir a sacrificarse en el gimnasio y encerrarse luego en casa para meditar ante la tele es hacer vida de fraile. Y todo para terminar en la caja, como todos.

­No te falta razón, pero es lo que hay. Ahora la gente busca la salud como los templarios buscaban el Santo Grial. Es lo que te he dicho: el signo de los nuevos tiempos.

Huesitos y Xuxú conversaban ante un vaso de vino frente al mostrador del K.O, escenario tiempo atrás de las mejores juergas de la cuadrilla de los “Mozolos”. Así les llamaban en el pueblo.

Pasaban unos minutos de las siete de la tarde cuando Don Simón, el párroco de Uriondo, cruzó el umbral de la puerta.

­Arratsalde on! El hijo pródigo siempre regresa a la casa del padre, ¿verdad Luis Mari?

­Déjate de parábolas y de chorradas, Simón. Y no me llames Luis Mari, que no eres mi hermana. Llámame Huesitos, como toda la vida.

Un cura en la ronda

Don Simón, el párroco, era también miembro de los “Mozolos”. Aunque nacido en Bilbao, vivía en Uriondo desde hacía más de treinta años y se había ganado a pulso el reconocimiento social de los txikiteros. De espaldas anchas, cogote relleno, calvo y con cejas anchas, el párroco presentaba un aspecto bonachón que acompañaba con un agudo sentido del humor y una habilidad innata para la ironía.

­Ya veo que sigues igual de cascarrabias que el año pasado. Es buena señal. A vosotros, cuando se os ablanda el genio y dejáis de salir a tomar potes, os marchitáis. Conozco muchos a los que les ha pasado eso y, al poco tiempo, me llama alguien de la familia para que le ofrezca la extrema unción.

­¡Jodé con el cura! ­interrumpió Xuxú­ Vaya alegría trae.

­Pero tiene razón. Al final resulta que el estómago es como una bota. Si no le echas vino, se le seca la pez, te vas apochando y, al final, crás, al saco.

­Bueno, dejémoslo ahí, que me vais a amargar el poteo y todavía son las siete y cuarto. Ya habrá tiempo de discutir cuando avance la tarde.

Eusebio, el propietario del K.O asistía divertido a la escena. A sus setenta años, les conocía a todos desde que empezaron a salir del cascarón y los conocía bien. «Mejor que vuestros padres os conozco», le gustaba repetir.

­¿Tinto o clarete, Simón?

­Mejor una cerveza “sin”. Tengo que visitar a la madre de Juanín y al suegro de Mairena, y tampoco es cosa de ir a confesar enfermos apestando a vino.

­¡Esa es otra! Ahora se ha puesto de moda la cerveza sin plomo, que ni es cerveza ni nada. Debería estar prohibida.

A Huesitos todo lo que se saliera de la estricta norma del txikiteo clásico le ponía enfermo. Como la impuntualidad o el abandono de la ronda.

­Eres más tradicional que los carcamales esos del Alarde de Hondarribia. Déjale al hombre beber su cerveza sin plomo. Cuando termine el currelo, ya tomará unos potes.

­Si aguantáis hasta las ocho y media, tomaré algo con vosotros. Son dos visitas cortas. No creo que los pobres tengan mucho que confesar

Apenas dos mil vecinos

La vida en Uriondo era tranquila. Demasiado, incluso. La actividad económica se limitaba a la mar y a la empresa conservera, que daba empleo a un centenar de hombres y mujeres. Siete bares, a los que los “Mozolos” sumaban cinco sociedades gastronómicas para alargar sus paseos rituales, dos oficinas bancarias, una farmacia, el kiosco de periódicos y media docena de comercios completaban el escenario donde discurría la vida de los dos mil habitantes de la villa costera. Y para cubrir las necesidades espirituales, ahí estaba Don Simón al frente de una parroquia de tamaño desproporcionado en relación a las dimensiones del pueblo. Además de la ermita de Santa Ana, situada en una pequeña loma muy próxima al litoral y frente a la que cada 26 de julio se celebraba una romería a la que Huesitos no había faltado ni siquiera el año que pasó en la mili, «Sirviendo al glorioso ejército español, que no gana más guerras que las que hace contra su propia población», como le gustaba repetir.

Uriondo tenía playa. Pequeña, recogida entre la peña de Aitztxiki y el puerto, pero playa, al fin y a cabo. A Huesitos no le habían visto pisarla.

­Y ahora, cuando lleguen los veraneantes, peor. Se ponen pesados, hablan alto, entretienen a los camareros y dejan la playa perdida de papeles, latas y restos de tortilla de patatas.

­Eres de lo que no hay Huesitos. ¡Pero si vienen los cuatro gatos de siempre, no ensucian más que nosotros y, además, dejan dinero en el pueblo! No nos podemos quejar de los veraneantes.

­No te quejas tú porque eres un pelotillero y porque a Miren le conociste cuando venía con sus padres de veraneo. O sea, que eres un beneficiao.

­Pues sí. Y no me puedo quejar.

Don Simón abandonó la tertulia para atender sus compromisos. Tiempo habría más tarde, hasta pasada la hora de la cena, para beber unos vinos. Esos que mantenían a duras penas la moral de un clérigo entrado en la cincuentena y cargado de dudas sobre la razón real de su compromiso.

­Tú lo que tienes que hacer es leer “El Código da Vinci”. Ya te darás cuenta de cómo os han estado engañando.

­Bueno, bueno. Os dejo. Luego hablamos del Código da Vinci. Pero mejor si hablamos de fútbol.

(CONTINUARA)


 
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