Saioa Azpilikueta, Angel El Cid y Ainara Gorostiaga - En nombre de Nafarroako Torturatuen Asanblada
Un día cualquiera
Un día cualquiera en Euskal Herria te pueden llevar. Te pueden tener cinco días en Tres Cantos, Arkaute o la DGP en Madrid. Te pueden tener 120 horas sin visión, sin dormir, desnuda ante tus torturadores en un lugar desconocido, escuchando dos, cinco, siete voces diferentes, de las que únicamente diferencias su sexo, mayormente masculino. Uno, veinte, cien, mil golpes con la mano, o con algo que parece ser un palo. Otras tantas respiraciones multiplicadas por tres, 30 o 300 bajo algo que parece ser una bolsa de basura. Ochenta, 150, 400 flexiones en sus más diversas modalidades, con golpes, gritos, insultos, arriba y abajo, estirando del pelo, cayendo al suelo, arriba y abajo; y vuelta a empezar. En esas 120 horas notas tu cuerpo inmovilizado, atado a una silla, envuelto en colchones, se te tiran encima, te levantan y te dan vueltas. En la misma situación vuelves a vivir la respiración entrecortada bajo aquello que parecía ser una bolsa... y vuelves a sentir cómo alguien te toma las pulsaciones y su voz se va alejando: «ésta se va, se nos va...». Pero no te vas. Todavía falta sentir los electrodos o la simulación de ellos, tu cuerpo mojado y envuelto en cables, el palo rozándote el culo a cuatro patas, los tocamientos y amenazas, la pistola entre tus manos.120 horas dan para muchas preguntas e insultos, para mucho pánico, para muchas palabras salidas de tu boca. Palabras que tus verdugos saben que no son ciertas, pero que son la salida de ese infierno. Cuando ven cómo te han anulado y estás rogándoles que te maten, vienen con lo que en los próximos días, meses y años va a ser tu cruz. La cruz de la autoinculpación de las inculpaciones ajenas. Quien haya leído testimonios de tortura sabrá que esto ha venido sucediendo en las comisarías españolas durante décadas. Sabrá también que todavía existe una ley que permite las detenciones incomunicadas bajo la Ley Antiterrorista, dictadas por jueces de la Audiencia Nacional que, impasibles, ven pasar por sus despachos rostros demacrados, miradas perdidas, ojos llorosos y cuerpos malheridos. Somos muchos los y las vascas que podemos contar vivencias parecidas, y muchos son también quienes tienen un familiar o amigo cercano que ha pasado por ese infierno solitario. «Por suerte», la mayoría hemos podido contarlo, y no se nos olvida el puñado de vascas y vascos que no volvieron de él: Arregi, Muruetagoiena, Lasa, Zabala, Zabalza, Calvo, Iantzi y Kalparsoro. Muy a nuestro pesar, todavía hay quien no se cree, o no se quiere creer, que hechos como estos suceden en un estado autodenominado democrático. Pero suceden. Porque hay una ley que los ampara; suceden porque hay unos medios de comunicación que los ocultan; porque la Audiencia Nacional española y su legislación permiten que las personas detenidas e in- comunicadas, a pesar de denunciar torturas, se autoinculpen y continúe el proceso judicial. Estos últimos meses es habitual escuchar que estamos a las puertas de «nuevos tiempos». ¡Ojalá sea cierto! Todas las víctimas de la tortura nos preguntamos si ésta será la época en la que España abandone la práctica de la tortura. Pero, mientras miramos optimistas al porvenir, no podemos olvidar que cientos de ciudadanos y ciudadanas vascas siguen cargando la cruz de la autoinculpación en los juicios que se siguen celebrando en la Audiencia Nacional. Para lograr terminar con tanto sufrimiento no basta con que desaparezca momentánea o definitivamente la tortura ¡ojalá!, repetimos. Tiene que desaparecer, inmediatamente, su maquinaria y sus consecuencias. Tienen que desaparecer definitivamente la legislación antiterrorista y la Audiencia Nacional. Si no, un día cual- quiera, la rueda del infierno volverá a girar. -
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