Resulta más que preocupante la glorificación y exaltación de la violencia por parte de adolescentes y jóvenes que se divierten con juegos que envilecen a quienes los practican. Prácticas sociales en las que unos pocos se imponen a sí mismos, convirtiendo a otras personas en meros instrumentos sometidos a su voluntad, lo que les proporciona un cierto goce estético, un placer «incomparable» y prestigio social ante sus colegas. Es la violencia arbitraria y retórica con la que ocupar el tiempo del ocio y combatir el hastío, consiguiendo, de paso, una reputación ventajosa dentro del grupo.
De un tiempo a esta parte, científicos, sociólogas, psiquiatras y políticos no dejan de darle vueltas al fenómeno de la violencia desmesurada. No hablo de la industria de la violencia: esa del arsenal militar; no estoy pensando en la cuota de violencia socialmente admisible o rentable; tampoco me estoy refiriendo a la eterna discusión acerca del binomio medios-fin: la legitimidad o no, la adecuación o la desproporción de los medios utilizados para lograr objetivos políticos. No pretendo debatir si con más violencia se pueden curar las heridas infligidas por otra violencia.
¿A dónde quiero llegar? A esta idea: que nadie nace mostrándose atraída por eso que podría denominarse violencia pura y dura, brutal y gratuita, en la que un ser pretendidamente humano disfruta humillando, golpeando, vejando y machacando a otro ser humano. Es aquí donde la violencia pierde su carácter instrumental, transformándose en un mecanismo de dominación y de expresión de las frustraciones cotidianas. La respuesta a esa violencia sería un discurso y una propuesta ética alternativa que cuestione la raíz de la misma.
Había un manifiesto propagandístico de Marinetti que ensalzaba la violencia y exhortaba a poetas y artistas futuristas a recordar los principios fundamentales de una estética de la guerra, con la finalidad de «iluminar su combate por una nueva poesía, por unas artes plásticas nuevas». La cultura de la violencia usurpa la dignidad humana: es una forma de aniquilamiento y de negación de la condición humana, de sometimiento, de jerarquización y subalternización de las personas; y es contraria a las sociedades igualitarias y cooperativas, en las que las relaciones dialógicas permiten el reconocimiento positivo de las diferencias y el (re)encuentro de las múltiples identidades. -