Es sabido que a finales de mayo o principios de junio del año que viene deben renovarse los ayuntamientos, Juntas Generales y Parlamento de Nafarroa. Para ello, la mayoría de los partidos políticos ya han comenzado a engrasar sus maquinarias electorales, conscientes de que la campaña electoral, como tal, cada vez tiene menos influencia en el electorado, al que ya sólo le motiva el factor acontecimiento.
Tradicionalmente las elecciones municipales suelen ser de alta abstención, sobre todo en los núcleos urbanos más importantes, por razones diversas que ahora no vienen al caso. Además en los pueblos más pequeños, e incluso en alguna ciudad, el tirón personal de los candidatos inutiliza casi por completo la ofensiva mediática de los partidos. Finalmente, el hecho de que la convocatoria electoral sea en el ámbito del Estado español muchas veces lleva a que el debate político se centre en las disputas que PP y PSOE tienen en determinadas capitales o comunidades españolas, alejándonos de nuestro propio inte- rés: cada vez es más habitual que el ciudadano o ciudadana desconozca quién se presenta en su pueblo o ciudad, pero domina al dedillo las aventuras y desventuras de los candidatos a las alcaldías de Madrid, Valencia y Sevilla, o a la presidencia de la Junta de Extremadura.
Las elecciones municipales son complicadas, no hay duda. Sin embargo, para todos los partidos políticos son fundamentales por diferentes razones.
En primer lugar, especialmente en los pueblos más pequeños, la razón de ser de las estructuras locales de los partidos suele estar en relación con la labor municipal. De esta manera, no obtener representación o que ésta sea pequeña puede suponer la desaparición de la organización local o la desvinculación de un buen número de personas.
En segundo lugar, las elecciones municipales son importantes para los partidos porque permiten activar el tejido social de cada uno, dando a cada afiliado o afiliada un objetivo que cumplir involucrándolos en las labores organizativas, lo cual, dados los tiempos que corren en materia de participación política, no suele ocurrir muy a menudo.
En tercer lugar, lograr representación es obtener recursos. Recursos humanos para ayudar en la línea política del partido, y en algunos casos para decantar las posiciones internas hacia el éxito, si los resultados electorales han sido buenos, o hacia el fracaso si han sido malos; también recursos materiales, como los económicos para ayudar a financiar el costoso funcionamiento de la política.
Finalmente, los comicios municipales otorgan el poder local, que, aunque limitado, no deja de ser poder. En los ayuntamientos o Juntas Generales se toman decisiones que pueden cambiar nuestro entorno o nuestras condiciones de vida, sirven de formación en determinados aspectos, y sobre todo, son un gran instrumento para ir materializando en el día a día el proyecto social de las diferen- tes opciones ideológicas.
Así pues, es normal que a seis meses de las elecciones todo el mundo político haya puesto las neuronas a trabajar en cómo abordarlas. Es normal incluso en una situación tan anormal como la que padecemos en Euskal Herria desde que, en vísperas de las elecciones de 2003, PP y PSOE decidieran suscribir la Ley de Partidos para ilegalizar la izquierda abertzale, llevando la política del apartheid a los ayuntamientos, Juntas Generales y Parlamento navarro.
Ni tan siquiera el ansiado proceso de resolución política desplaza la preocupación de la mayoría de las organizaciones políticas. Tan sólo durante unas pocas semanas, mientras ha trascendido públicamente la situación crítica por la que atravesaba el mismo, ha podido hacerle un poco de sombra a la contienda electoral en la agenda de los partidos.
Ahora, vueltas las aguas al cauce, de nuevo llegan los titulares de prensa con los movimientos internos para poner a éste o a otro al frente de una institución importante.
En un proceso tan trascendental como es éste en el que estamos inmersos, lo normal debería ser que todos se dedicaran en cuerpo y alma a él, a lograr que la oportunidad histórica fuera percibida por toda la ciudadanía como tal, poniéndonos de acuerdo en lo fundamental. Las elecciones, en este contexto, distorsionan. No hay duda.
En otros procesos de solución política ha sido habitual, de común acuerdo, retrasar las contiendas electorales hasta conseguir unos acuerdos mínimos de convivencia política. Aquí es evidente que no va a ser así, en parte porque no hay unanimidad en torno a la búsqueda de una solución política y en parte porque la mayoría de los partidos ve con recelo el nuevo mapa político que saldría en una situación normalizada.
Sin embargo, no somos pocos los que creemos que no hay que temerle al futuro: el PNV va a gobiernos de coalición con el PSOE, y en Gipuzkoa ponen a Jauregi temerosos de perder votos a favor de otra alternativa en el espacio abertzale; EA tiene miedo de quedar envuelto en esa operación y decide marchar en solitario; IU y Aralar van en coalición anti-natura para preservar lo poco que han amasado en la situación de anormalidadŠ
Hasta ahora todos los movimientos preelectorales son defensivos y, sin embargo, lo exitoso sería plantear el tema en otra clave. Es curioso que, aunque las razones que han impedido el desarrollo de nuevas políticas y la articulación de nuevos espacios vayan desapareciendo, los movimientos no son tendentes a construir un gran espacio electoral abertzale de izquierda, sino a preservar espacios y estatus, incluso en lo personal.
Las elecciones de primavera deberían traer la primavera política al país en forma de nuevas correlaciones de fuerzas, de ilusiones que hagan confiar en que otra Euskal Herria es posible. En la medida en que el proceso avance, habrá que ir pensando en que las dimensiones actuales de los espacios políticos son insuficientes para abarcar lo que la nueva situación demande. Desaparecidas o difuminadas las diferencias, lo sensato sería ir buscando y uniendo los puntos de acuerdo, que a buen seguro serán muchos y más importantes que las diferencias. -