Iñaki Gil de San Vicente
Juventud drogada
El último informe oficial sobre el aumento del consumo de cocaína en la juventud del Estado español ha suscitado toda clase de comentarios. Pero la noticia de que el gobiernillo vascongado prohibió las concentraciones que la organización juvenil Segi convocó ante las sedes de algunos partidos para criticar su pasividad política no suscitó ninguna reflexión, como no la suscitaron la represión policial de los gaztetxes, ni menos todavía la inquina represiva de todas las policías contra la juventud vasca que no se resigna a su suerte. También se ha ocultado la gran presencia de jóvenes en los actos de denuncia contra la trampa esta- tutaria del PSOE y CiU, así como el aumento de la presión policial contra la juventud independentista gallega. La prensa estatal no ha dicho ni palabra sobre los miles de jóvenes que en el Estado se movilizaron contra la monarquía, y justo ha balbuceado algunas frases sobre sus significativas movilizaciones contra la inso- portable carestía de las viviendas. Si repasamos los comentarios realizados durante las dos fases de la sublevación juvenil en el Estado francés, primero contra la explotación racista y después contra la precaricación, veremos cómo en modo alguno profundizaban en las causas de esas protestas, limitándose a una verborrea no ausente de cierto temor. No es casual el contraste entre el tratamiento informativo de dos prácticas tan opuestas como son la drogadicción y la rebeldía. Dejando de lado, por obvio, el debate sobre la capacidad de autocontrol y conciencia del límite personal en el uso de toda droga, debemos preguntarnos por qué se constriñe el problema del abuso de las drogas por la juventud a la esfera individual, a determinadas formas de diversión colectiva y, a lo sumo, a la denominada «desestructuración familiar», mero efecto de la crisis social. Por qué no se va al fondo del problema y se reconoce que la causa última está en la quiebra de la legitimidad burguesa para ofrecer un modelo de vida aceptable para muchos sectores de la juventud. No se hace por la sencilla razón de que sería reconocer el fracaso del sistema en la producción de esclavos felices que garanticen su tranquila reproducción ampliada. El esclavo feliz necesita pocas drogas porque está contento con sus cadenas y su alineación consumista: todos conocemos a jóvenes pasivos en su mansa obediencia, que se creen libres comprando lo que les mandan comprar; es el esclavo infeliz quien necesita las drogas para encontrar una falsa felicidad en su inhumana forma de vida. Pero este segundo tiene dos limitaciones para la civilización burguesa: produce menos beneficio que el feliz explotado, y es más propenso a la protesta. En el llamado «occidente democrático» se consiguió la relativa feliz alineación de masas entre 1945 y 1968, fecha en la que emergió la protesta social inicio de la larga crisis de los 70 y de la contraofensiva neoliberal posterior. En el Estado español, la producción de esclavos felices fue una de las prioridades de los gobiernos del PSOE. No lo logró del todo aunque sí destrozó en muchos sitios, con la inestimable ayuda del PC-IU, el espinazo de las luchas sociales. El neofascismo del PP también fracasó en lo esencial: acabar con la juventud independentista e idiotizar al resto de colectivos juveniles, como se comprobó en el repunte de las luchas desde finales de los 90. Pero la política económica de ambos partidos generó los problemas que ahora les desbordan. La búsqueda de capitales exteriores facilitó la entrada masiva de narcocapitalismo que sumando a la especulación financiero-inmobiliaria propició la economía sumergida, de doble contabilidad y criminal. El abaratamiento del dinero y la sobreabundancia de papel moneda iban unidas a la aumento de la oferta de toda clase de drogas. En este contexto, la otra parte de la política económica como la precarización salvaje, la extinción práctica del contrato fijo, la reducción de las prestaciones sociales, la provocación del consumismo... cerraba toda perspectiva de futuro esperanzador y hasta de presente algo aceptable, excepto para la juventud burguesa. Además, hay que añadir otros dos factores: el permanente diluvio ideológico del individualismo neoliberal, al que se han plegado esos asalariados del tintero que son los intelectuales, y la responsabilidad de los padres que se negaron a transmitir a sus hijas e hijos sus recuerdos de lucha, de militancia, de resistencia al sistema, y de esos otros padres que aceptaron todas los supuestos chollos de las reconversiones, prejubilaciones... a cambio de severos recortes sindicales y laborales que lo están sufriendo sus hijos e hijas. Sin embargo, muchos jóvenes han salido de ese agujero sin fondo, y aquí radica su mérito y la importancia clave de darles la palabra. El capitalismo necesita, antes que nada, efectivos y maleables esclavos felices; si ello no es posible, se resigna a los esclavos infelices; los prefiere con tal de no tener que habérselas con rebeldes que siempre pueden insubordinarse, y menos aún con revolucionarios jóvenes que organizan la insurgencia, a los que odia a muerte. Sabe que siempre existe una posibilidad de que el esclavo infeliz tome cierta conciencia de su situación real e inicie su emancipación, y por eso necesita ocultarles que existe otro mundo, una vida en la que la responsabilidad ético-moral, la conciencia política y el placer de la subversión superan la dependencia de las drogas. Ignorantes de ese universo, desconocedores de otra forma de ser, esa juventud se asfixia en su misma angustia y se hunde en el derrotismo pasivo y nihilista, y la única alternativa que parece posible no es otra que la sumisión al orden. Sin tener en cuenta esta deliberada preferencia del poder por unos en contra de otros, no comprenderemos nada del problema de las drogas. Las drogas no son una cuestión estrictamente individual o familiar, a lo sumo un problema sociosanitario controlable pero no resoluble por instituciones supuestamente neu- trales y asépticas. Son un problema y un instrumento político inserto en la lucha de clases, en la opresión nacional y en la explotación de sexo-género, en el que cumple un papel central el Estado burgués. -
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