Enfrento el folio en blanco de esta columna con una duda de carácter casi existencial. Desde niño aprendí de mi madre que no siempre hay que decir todo lo que se piensa, en beneficio, sin duda, de la propia integridad y tranquilidad. Y, al mismo tiempo, liberada tal vez de prejuicios por razón de la edad, mi amama Carmen insistía en que hay que decir siempre «las verdades«, aunque sonaran como cacharrazos. Haré caso a ambas. Por instinto de supervivencia, tal vez, en lo tocante al primer consejo, y por coherencia, en el segundo.
No diré todo lo que pienso sobre lo ocurrido en Barajas. La realidad está a la vista de todos y no pienso ponerme en la parrilla para que un juez con aspiraciones de estrella me ase. Haré caso al sabio consejo de mi madre.
Pero, nueve meses después de uno de los días más luminosos que recuerdo, no puedo callar la frustración que ahora me atenaza. Porque han sido nueve meses de ilusiones que cada día se encargaba de pisotear algún aprendiz de brujo empeñado en jugar en el tablero de la negociación como si de un bazar persa se tratara. Nueve meses en los que se han enfrentado la oferta política a la vanagloria del inmovilismo. Se han enfrentado el compromiso de ETA con el cese de las hostilidades y el pasmoso cinismo de quienes se jactaban de haber detenido más gente, juzgado y condenado más personas, de haber fabricado las pruebas precisas para encarcelar a De Juana trece años más, de mantener de manera ilegítima a centenares de presos entre rejas, de mantener en la ilegalidad a un porcentaje importante de la población vasca, de negarse a reconocer la existencia de un pueblo, el vasco, que hasta la Enciclopedia Británica describe con precisión...
Han sido nueve meses de ilusión y confianza en el valor del diálogo, ese ácido social que corroe las corazas que nos fabricamos para enfrentar nuestros argumentos a los del contrario, y nueve meses, también, de inquietud. Porque a la necesidad de ver cómo las cosas avanzaban se enfrentaba la constatación, en frío, de la escasa o nula voluntad del oponente. No querían avanzar sino ganar tiempo y desgastar así a la otra parte.
La estrategia se ha demostrado fallida y hoy las gentes de buena voluntad ven hecho añicos su sueño. La responsabilidad es clara y unívoca. No nos engañemos. Y, además, queda una razón para la esperanza: la necesidad. -