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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2007-02-03
Ken Ferguson
Comprada y vendida por oro inglés

Se cumple el 300 aniversario de la votación que se realizó en el Parlamento Escocés, ubicado en la Royal Mile edimburguesa, en la que se ratificó el Tratado de Unión con Inglaterra. La inmensa impopularidad del Tratado llevó al célebre autor y espía inglés Daniel Defoe a constatar que «para cada escocés que lo apoya hay 99 que se oponen».

La votación fue la culminación de una larga historia de soborno, amenaza militar e intereses corruptos. Como escribiría el venerable poeta escocés Burns más tarde en ese mismo siglo, la «banda de bribones de una nación» fue, literalmente además, «comprada y vendida por oro inglés».

Uno de los mayores protagonistas fue el Conde de Glasgow, quien recibió la ingente cantidad (para su tiempo) de 20.000 libras esterlinas, destinada a la compra de votos, influencias y espías tales como el ya referido Defoe.

Este, por otra parte, elaboró numerosos artículos de prensa y otros escritos a favor de la propuesta de Unión, también generosamente financiados por sus pudientes partidarios. Uno de los beneficiarios fue James Douglas, segundo duque de Queensberry, quien cobró de las arcas londinenses nada menos que 12.325 libras.

El resultado es de sobra conocido: la élite dirigente escocesa se convirtió directamente en la élite norbritánica, mientras que en todo Escocia el pueblo llano se amotinó enfurecido y protestó quemando copias del susodicho Tratado.

Según la versión unionista de preferencia, a continuación de esto, después de que los escoceses hubieron superado los breves obstáculos iniciales, Gran Bretaña puso manos a la larga y lucrativa obra de hacer imperio, tarea en la que los jocks (como los ingleses llamaban despectivamente a los escoceses), muy agradecidos, participaron en su papel de socios menores.

Glasgow, transformada en «segunda ciudad del imperio», suministró a éste gran parte de los productos de ingeniería que necesitaba, desde buques de guerra hasta locomotoras de vapor, contribuyendo así al espectáculo imperial.

Sin olvidar naturalmente a los guerreros de la Tierras Altas, los de la «delgada línea roja» en sus faldas de tartán. Sus tumbas se encuentran esparcidas por doquier, desde el surasiático paso de Khyber hasta el veld surafricano, es decir, en todos los lugares donde sacrificaron sus vidas por un imperio en el que nunca se ponía el sol. Y mejor que no se ponga, decían las malas lenguas, ya que nunca hay que fiarse de un británico en la oscuridad...

El alzamiento de Pascua en 1916 contra el dominio británico en Irlanda supuso el principio del fin para el largo sueño imperial. A partir de allí, un sinfín de pueblos colonizados, siguiendo el ejemplo de los irlandeses, expulsaron a los británicos de sus tierras y arriaron la bandera británica.

Y así hasta el día de hoy, cuando en el umbral del siglo XXI nos encontramos un panorama surrealista donde los únicos que siguen empeñados en ver democracia bajo el delantal del carnicero son, por un lado, los tories, y por otro el partido neolaborista y post-socialista de Tony Blair, en el que se incluye, por supuesto, aquel servicial «británico del norte» bañado en oro, nuestro futurible primer ministro, el señor Gordon Brown. El mismo que nos ha animado a que alcemos la bandera británica en los jardines de nuestras casas. Brown ha llegado a declarar públicamente que ya va siendo hora de que dejemos de disculparnos por nuestro pasado de rapiña colonial.

Hoy día, pues, ser británico significa ser un mercenario de Bush y sus seguidores neoconservadores. Ser británico implica enviar a nuestra juventud a guerras coloniales en lugares como Afganistán, parajes que ya conocía el bardo imperial de la era victoriana, Kipling.

Esto ha hecho del Reino Unido el estado más belicoso, y más peligroso, de la actual Europa. Mientras, se dispone a rearmarse con un conjunto tremendamente costoso de nuevas armas de destrucción masiva, con base en las orillas escocesas del río Clyde.

Se hace más urgente que nunca reconocer que es necesario que Escocia se salga de Gran Bretaña y Gran Bretaña se salga, a su vez, del bolsillo de Bush. Aunque sea posible otra vía, será mucho más fácil si nos unimos a las demás ex colonias, arriamos la Union Jack y nos despedimos del sangriento estado británico.

Una república escocesa democrática e independiente podría aportar un rayo de luz y esperanza para que millones alrededor del mundo busquen otro camino. Un camino que proporcione justicia, sostenibilidad ambiental y el fin de las guerras. Pero tal camino jamás será emprendido por un gobierno que propone pactar con multinacionales que se empeñan en destrozar nuestro planeta y que quitan y ponen a su antojo puestos de trabajo en cualquier lugar del mundo igual que piezas en un tablero de ajedrez, tal como acaba de ocurrir en la NCR de Dundee.

La independencia política es el primer paso imprescindible para forjar un nuevo rumbo económico y social para Escocia que per- mita encauzar nuestros vastos recursos naturales y capacidades humanas para el bien de las personas, no para ganar beneficios.

Un rumbo que a los escoceses nos daría un nuevo ímpetu, a la vez que a muchos pueblos en todo el planeta les brindaría una nueva esperanza.

La Unión de 1707 representa uno de los principales obstáculos que impide nuestro progreso por este camino. Es el empoderamiento de los grandes negocios y sus sirvientes trajeados y fieles, tanto en el Parlamento escocés como en el Gobierno de Londres. Ya es hora de que esa Unión llegue a su fin. ¡Trescientos años son suficientes! -

© “Scottish Socialist Voice”


 
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