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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006-06-13
Eduardo Renobales - Historiador
Estatuto y derecho de autodeterminación:lo que la historia puede enseñar a los vascos

Estatuto: una figura jurídico política que expresa por sí misma un juego de apariencias que se disputa entre dos actores: el Estado y el nacionalismo receptor.

Al primero le interesa hacer dejación controlada de una parte de su soberanía en temas administrativos o económicos (los políticos son celosamente guardados o cedidos con tal serie de garantías que su enajenación es más aparente que real). Bajo la filosofía del mal menor, «si a éstos no les damos algo que les mantenga contentos a saber dónde van a querer llegar», el Estado desactiva parte de sus bases de poder.

Por su lado, el nacionalismo receptor admite un escenario ficticio de choque con el estado en sus planteamientos preestatutarios. Una vez lograda la autonomía (siempre otorgada por el entramado institucional del Estado, conviene no olvidar), atempera su discurso cuando no lo acopla al del estado. El enfrentamiento se vuelve aún más virtual que antes.

Ni unos ni otros son francos en sus planteamientos; ni ceden lo que parece ni toman con espíritu positivo o colaborador. El Estado nunca entrará en juego alguno al final del cual, en la última casilla, se coloque el derecho a decidir del nacionalismo sin estado.

Por su parte el autonomismo tiene que «vender», no sólo a su parroquia sino especialmente a los más opositores o poco proclives a acatar el orden establecido, la bondad de sus actos vistiéndoles, generalmente, de provisionalidad: «ahora sólo se puede conseguir esto, ya llegarán tiempos mejores en los que se pueda apretar las tuercas un poco más».

Desgraciadamente, el Estatuto nunca es inicio de fase alguna. Es el final o, en todo caso, un círculo vicioso del que no se podrá salir. El Estado se respalda con su propio sistema jurídico-político (habitualmente leyes y constitución) al que se le otorga un valor sacrosanto («reglas del juego») con las que tienen que tragar todos, incluso aquellos que ponen en duda el estadio estatutario y quieren más. Esta es una posición demagógica, pues precisamente son las «reglas del juego» el motivo y causa de la fricción o enfrentamiento con el Estado. Aceptar de entrada sus reglas es jugar con jugadores tramposos o ejercer de tonto útil de la partida.

El Estatuto es estación término en los contenciosos nacionalismo-estado. Sus marcos se hallan perfectamente establecidos y definidos, y apenas pueden ser modificados o alterados por compromisos posteriores (número de transferencias, capacidad real de gestionar los recursos o medios transferidos...) Así, el Estatuto es un freno a la libertad y no, como interesadamente se quiere hacer creer, su resultado. Su carácter de «otorgado» le retrata como reflejo de una realidad legal superior a la que el nacionalismo pactista no va a poner en entredicho ya que es una de las condiciones, explícitas o sobreentendidas, de su donación.

Al final, el Estatuto vuelve a ser el regalo emponzoñado que el Estado (antes la Corona) da a los vascos para mantenerlos inertes frente a la demanda de autodeterminación. De la misma forma que los reyes castellanos «ofrecieron» los derechos históricos (la Ley Vieja) a aquellos vascos a los que fueron separando del estado-matriz que significaba Nabarra; en la República se retoma el mismo sistema de soberanía «compartida» adecuándolo a los tiempos. El Estatuto, su aceptación, vuelve a actuar de freno y desactivación de otros intereses más peligrosos, como los soberanistas.

Toda esta batalla es la que se define en los pocos años que se suceden entre la proclamación de la República y el golpe fascista. Una parte de lo ocurrido en ese tiempo se repetirá íntegramente tras la muerte de Franco: aceptación de un Estatuto ni de lejos con posibilidades emancipadoras, partición de Hego Euskal Herria, marginación y demonización de los opositores, pasteleo entre autonomistas y centralistas, ausencia de distintas opciones a la hora de poder escoger, amenaza involucionista...

El PNV incumple, desde el primer minuto, la esencia de la doctrina sabiniana. Pacta primero con católicos integristas y carlistas para acabar en brazos de rojos ateos del Frente Popular.

Entrar en semejantes tácticas colaboracionistas con partes del Estado opresor sólo podía desnaturalizar el espíritu nacionalista hasta hacerlo irreconocible. El escalón final estaba cantado: abandono de toda aspiración independentista.

En esta razón se fundamenta el rechazo mendigoxale a la labor estatutista del partido que acabará motivando su ruptura. El Jagi-jagi no ceja en su empeño de señalar la burda trampa que supone el Estatuto. Cuan moderno caballo de Troya, transporta en su interior algo que su bonita estampa exterior impide ver: las herramientas para desactivar la lucha independentista.

Y así sucede. Tanto el semanario como la federación tienen que atemperar su oposición al Estatuto dada la apuesta inequívoca que el PNV hace de él. No lo aceptan, no lo apoyan, pero se le oponen de manera más formal que efectiva. No quieren ser signo de discordia ante la masa nacionalista que es arrastrada enfervorizadamente como si tal texto fuera un nuevo becerro de oro.

El Estatuto se acabará convirtiendo en leiv motiv de toda la política nacionalista durante la República. El PNV lanza la apuesta con vistas a lograr su control y administración. ANV aparca las aspiraciones soberanistas en un cálculo parejo a la postura jagista: no quieren verse representados como un estorbo y que se les tache de divisionistas. La libertad puede esperar.

Tal política tiene una cara oculta. Aquellos que se oponen, que muestran opiniones contracorriente, quedan a merced de la represión dictada por el posibilismo. Jagi-jagi y los sectores mendigoxales en la República y “Egin” y la izquierda abertzale durante la transición, quedan en la diana de la represión estatalista en un intento de despejar el camino acordado de obstáculos. Ello motivará no sólo escaso avance, sino enquistamiento entre las diversas sensibilidades nacionalistas que imposibilitan cualquier labor en común. Algo de lo que se alegra el Estado. -


 
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